En blanco y negro, sin rodeos, el expresidente César Gaviria dijo lo que muchos piensan y muy pocos se atreven a decir: que las constantes violaciones del orden constitucional por parte del presidente Gustavo Petro podrían llevar al país a un punto límite, en el que la ciudadanía se vea obligada a ejercer la desobediencia civil como forma de resistencia democrática.
“Si insiste en imponernos una constitución paralela a la de 1991 –dijo Gaviria–, nos veremos en la obligación de desconocer su autoridad como jefe de Estado”. Es una afirmación grave, pero no irresponsable, a la altura del desafío que Gustavo Petro ha planteado a nuestra democracia. No es un llamado a la anarquía, sino una advertencia fundada en el derecho y en la historia: ningún poder, por legítimo que haya sido en su origen, puede prevalecer si traiciona el pacto que le dio origen.
Un planteamiento como el de César Gaviria, con ese alcance y con semejante contundencia, no se escuchaba en Colombia desde los días en que la sociedad entera se movilizó para enfrentar la dictadura de Rojas Pinilla. Son palabras que no nacen del capricho ni de la coyuntura, sino de la comprensión profunda de los riesgos que acechan cuando un presidente se ubica por encima del orden constitucional.
Desde hace meses, el país asiste a un espectáculo de transgresiones del orden jurídico. Un presidente que desconoce los fallos judiciales, que desafía las decisiones del Congreso, que se burla del mandato constitucional según el cual las autoridades están instituidas para proteger a todas las personas en su vida, honra, bienes y derechos, como lo acaba de hacer en Barranquilla autorizando a sus bases, a sus milicias, a sus primeras líneas, a usar la fuerza contra la sociedad con la tranquilidad de estar protegidas en sus desmanes por una Fuerza Pública a la que Petro también quiere llevar a violar la Constitución.
Frente a esa deriva autoritaria, la declaración de Gaviria tiene una virtud indiscutible: pone el límite. Recuerda que la legitimidad del poder no es infinita y que la Constitución de 1991 –a la que él mismo ayudó a nacer– no es un adorno simbólico, sino la regla de juego sin la cual no hay república posible. Lo que está en juego no es el éxito o el fracaso de un gobierno. Es la continuidad misma del pacto constitucional que, con todos sus defectos, ha hecho posible con paciencia y realismo recorrer tres décadas de libertades, alternancia y derechos fundamentales.
No se trata de defender un texto jurídico por nostalgia. Se trata de defenderlo porque es el único freno que tiene una sociedad frente a la arbitrariedad del poder. Y cuando ese freno se rompe, la historia enseña que la ciudadanía tiene no solo el derecho, sino el deber de resistir. Así lo han entendido las democracias del mundo cuando se enfrentan a gobiernos que intentan perpetuarse, reescribir las normas a su medida o eliminar a sus contradictores. La desobediencia civil, como lo planteó el filósofo Rawls y como lo practicaron figuras como Martin Luther King o Gandhi, no es una ruptura violenta del orden: es su defensa pacífica y consciente, cuando todo lo demás ha sido quebrado por el propio gobernante.
Las palabras de Gaviria no pueden ser tomadas a la ligera. Tienen una carga política que llama a la reflexión urgente. No podemos seguir normalizando los abusos. Este gobierno ha ido muy lejos. Ha querido instalar un nuevo poder por fuera de la Constitución, un poder sin controles, sin límites, sin alternancia. Y eso tiene un nombre: autoritarismo.
Frente a ese panorama, la frase de Gaviria no es solo una advertencia. Es una línea de defensa. Que ese llamado no quede ahogado entre el ruido del escándalo diario de corrupción y las vociferantes amenazas del gobierno. Aquí cabe recordar lo que se decía de otro expresidente liberal: cuando el presidente López hablaba ponía a pensar al país. La opción de la desobediencia civil tiene que ponernos a pensar.