Estado social de derecho es una fórmula política larga en palabras que exige –salvo que se la quiera usar en sentido retórico– su efectiva conversión en hechos. Para esto es necesario develar el maridaje oculto que ella demanda y sin la cual termina siendo una coartada o un vil desengaño.
Ese maridaje oculto es una robusta economía capaz de sostener el despliegue de políticas públicas que progresivamente hagan realidad los derechos económicos, sociales y culturales. En términos sencillos, no hay derechos sin una economía que permita financiarlos.
Resulta paradójico que, si la economía robusta es ni más ni menos condición de posibilidad para materializar los postulados del Estado de derecho, el Gobierno se abstenga de manera tan ostensible de su cometido específico de fomentarla. Se percibe que su afán es el de perseguirla, ahogarla y desestabilizarla. Los empresarios grandes, medianos y pequeños no deberían ser tratados como enemigos públicos y como culpables de la desigualdad social, sino todo lo contrario: son los obreros, los constructores de un verdadero estado de bienestar. La estatización de la economía –como sueño o propósito–, o sea el destierro de los privados y la extinción de las asociaciones público-privadas, es remar en contra de sus principios más básicos.
Estado y empresarios deben alinearse. Es gracias a su esfuerzo conjunto y mancomunado como se puede avanzar en el desarrollo económico y en la obtención de logros sociales. Inclusive, la soberanía interna y externa, tan frágil en todos los tiempos, y más en este, puede erosionarse hasta su extinción si no se mantiene y alienta el crecimiento de una economía pujante que no se concilia con un Estado que le da la espalda a la economía privada y se extravía en delirios de estatización o que de manera constante la estigmatiza y amenaza.
Es deseable que el arreglo institucional sea plural, inclusivo y centrado en la garantía del Estado de derecho.
Diversas teorías económicas explican el éxito o el fracaso de los países. Robinson y Acemoglu consideran que un elemento clave en la ecuación son las instituciones políticas y las economías inclusivas. Amartya Sen plantea los desafíos en la tarea de garantizar las libertades fundamentales y las capacidades humanas. Mariana Mazzucato, actualmente en boga, sostiene que la inversión estatal es necesaria para la proliferación de industrias innovadoras. Finalmente, Ricardo Hausmann piensa que el desarrollo económico depende en gran medida de la diversidad del aparato productivo, de suerte que a partir de la identificación de ventajas competitivas se puedan ir sofisticando las capacidades de cada economía.
A pesar de tener enfoques distintos y de concentrar agudos debates acerca de cuál es la teoría que mejor explica el desarrollo económico de las naciones, lo cierto es que esas concepciones no encarnan presupuestos excluyentes. Es deseable que el arreglo institucional sea plural, inclusivo y centrado en la garantía del Estado de derecho; que se garanticen las libertades y capacidades humanas; que, en las industrias poco rentables pero altamente innovadoras, el primer empujón provenga del presupuesto público; y que la matriz productiva sea cada vez más diversificada y sofisticada.
En ninguna de estas visiones se recomienda o insinúa que el Estado y las políticas públicas fagociten el capital, a los empresarios o a los emprendimientos público-privados, menos todavía si se advierte que el desafío consiste en avanzar en la inversión tecnológica y de innovación como presupuesto básico del desarrollo económico en un mundo cada vez más competitivo.
A veces, un divorcio es una buena solución. Pero ante el altar del Estado social de derecho, el alejamiento entre el Estado y la economía privada, más que una tragedia, es una irresponsable insensatez.