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Niña robot perdida en la pantalla

Todavía hay poca consciencia de lo que significa restringir el movimiento natural de bebés y niños.

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Domingo en una pizzería. En la mesa contigua, dos mujeres conversan sin parar y, en un extremo, hay una bebé de un año, sentada en su cochecito. Como las mujeres no la han mirado durante diez minutos y ella tampoco las ha interrumpido, me pregunto si estará sola, o con otra familia en la mesa siguiente. Es una pregunta rara, pero la situación también lo es: una bebé que no reclama atención y dos mujeres que están (sin estar) con ella, y que no se preocupan por rebuscar esas cosas –juguetes, crayolas, un llavero– que solíamos usar para distraer a los bebés en un restaurante.
Como trabajo con niños, sigo fijándome: los movimientos de la niña, alejándose y acercándose, y las expresiones de su rostro muestran que algo, o alguien, la interpela. La charla de las mujeres está mejor que nunca y la que tengo yo con mi interlocutor se centra en la incógnita de esa bebé que ha prescindido de la relación con las adultas.
¿Será un bot? El acertijo se resuelve cuando descubro, oculto en un soporte, un celular que emite resplandores. Al aguzar el oído, se oye una cancioncita repetitiva e hipnótica en el teléfono. Unos minutos después, la niña gime y su madre la amamanta de prisa, sin mirarla y sin dejar de conversar. La niña termina pronto para regresar a su teléfono.
Apunté los tiempos y los detalles de la escena como una invitación a pensar juntos. En esa media hora, la niña no tiró una y otra vez sus juguetes al piso para experimentar la desaparición de los objetos, ni preguntarse por qué caían; no vio, tocó, olió ni probó texturas y colores de alimentos, no necesitó dar pasitos por el restaurante, agarrada del dedo de su mamá, para mirar las comidas y las personas, tan distintas.
Pero, del inventario preliminar de pérdidas, falta la más grave: no compartió el ritual de la mesa y de la charla del domingo, que habría sido mil veces interrumpido, lleno de problemas por resolver, y de experiencias. Habría “practicado” cómo se conversa, cómo suenan las palabras, cómo se puede hablar y reír en tantos tonos y con tantos lenguajes corporales y gestuales; cómo nos miramos en las caras de otros para saber quiénes somos y leer nuestras emociones; cómo necesitamos que nos miren y cómo aprendemos a pedir atención, a esperar, a vincularnos y a limitar con otros.
Aunque las neurociencias tienen cada vez más claros los efectos negativos de las pantallas durante los primeros años de vida, así como han revelado los peligros del consumo alto de azúcar en los niños o de alcohol en el cerebro inmaduro de los adolescentes, todavía hay poca consciencia sobre lo que significa restringir el movimiento natural de los bebés y de los niños, para domesticarlos y pacificarlos con ese sucedáneo de experiencia bidimensional que emiten las pantallas.
Si sabemos que la infancia es un momento del desarrollo en el que se conoce el mundo con todo el cuerpo y con todos los sentidos, con un corazón que late y una mente que no es una inteligencia artificial sino una dimensión de nuestra humanidad, enmarcada en una cultura, en un tiempo y un espacio que se “encarnan” –resalto la palabra– en cada bebé, saltarse el mundo físico tiene efectos dramáticos que ya estamos viendo en los jardines cuando llegan niños que se estrellan con otros, que no saben tomar una cuchara, que parecen hipnotizados, con la mirada alelada, sin poder operar con las pequeñas cosas de este mundo concreto y sensible.
Para esos ciudadanos que llegarán al siglo XXII, y que tendrán que demostrarle de muchas formas a la inteligencia artificial aquella frase, “no soy un robot”, su infancia es un tiempo irrepetible. Conectarlos con las formas de lo humano a través del contorno de otros cuerpos es aún nuestra responsabilidad.
YOLANDA REYES

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