En la primera secuencia de Terciopelo azul (1986), una de las películas magistrales del artista norteamericano David Lynch, la cámara recorre un soleado y colorido barrio que parece salido de los años cincuenta, y luego, en un giro inesperado, decide meterse entre las raíces y los insectos de la tierra como dirigiéndose al infierno: quizás sea ese momento uno de los más representativos de la filmografía de Lynch porque va de la inocencia a la extrañeza, de la candidez genuina al horror sin escalas. Si un cineasta ha merecido un adjetivo que se refiera a su obra, como "borgiano" o "shakesperiano", ese ha sido Lynch: Lynch murió ayer, pero es, en presente, el inventor de una manera de ver y de recrear el mundo.
Son lyncheanos el desasosiego de Cabeza borradora (1977), el miedo de El hombre elefante (1980), el misterio de Twin Peaks (1990), la ternura de La historia sencilla (1999), el juego de Mulholland Drive (2001): su vocación a filmar la extrañeza nunca se había dado así, y nunca se logrará de esa manera, con ese vaivén del humor al terror, el retrato de la vida que parece un sueño, pero su experimentación no solo consiguió largometrajes conmovedores e inquietantes que reunieron a un público en el mundo entero, sino que inspiró una y otra vez a sus colegas.
Todos reaccionaron de inmediato a la triste noticia de su muerte. Sus actores favoritos publicaron declaraciones dolidas como si acabaran de perder –se ve que así fue– a un miembro de la familia. Mel Brooks, que alguna vez fue su productor, resaltó su singularidad. Steven Spielberg, que lo convenció de encarnar a John Ford en The Fabelmans, habló de su "voz única". Martin Scorsese cerró los balances con la sentencia "tuvimos la suerte de tener a David Lynch".
Lynch recibió todos los reconocimientos a los que podría aspirar un cineasta, pero parecieron pocos e innecesarios ante un talento que era en verdad irrepetible.