De nuevo, el país enfrenta una discusión que toca fibras sensibles, en esta oportunidad a raíz de la sentencia C-164, que despenalizó la asistencia médica al suicidio “cuando el paciente que padezca intensos sufrimientos derivados de lesión corporal o enfermedad grave e incurable así lo solicite de forma libre e informada”. La Corte encontró que el artículo 107 de la Ley 599 de 2000 –que tipifica el delito de ayuda al suicidio– desconoce los límites constitucionales al poder punitivo y halló que se vulneran los principios de exclusiva protección de bienes jurídicos y de lesividad, dado que el médico que ayuda a quien padece intensos sufrimientos o grave enfermedad y decide libremente disponer de su propia vida actúa dentro del marco constitucional, sin que pueda predicarse una lesividad que justifique la persecución penal.
De igual forma, en la sentencia se expone que al aprobar la citada norma, el legislador desconoció la dignidad humana y los derechos a la vida digna, la muerte digna y el libre desarrollo de la personalidad, que como derecho se materializan cuando un paciente que sufre intensamente por una enfermedad incurable decide autónomamente dar por terminada su vida y solicita para ello la asistencia de un profesional que pueda minimizar los riesgos de sufrimiento.
Es hora de insistirles nuevamente a senadores y representantes que el deber los llama. Este asunto exige una reglamentación.
En tal sentido, la Corte considera que el suicidio médicamente asistido (SMA) es –en tales circunstancias– un medio para llevar a cabo una muerte digna y su persecución penal “afecta” derechos fundamentales, y remata afirmando que el derecho a morir dignamente implica permitir este tipo de desenlaces en compañía de un profesional, con lo que refuerza que impedirlo también desconoce el principio y deber de solidaridad social de rango constitucional.
Y si bien esta sentencia ubica al país en un grupo minoritario en el mundo con este tipo de alcances relacionados bajo las mismas condiciones que la eutanasia, siembra unas condiciones para que la opinión se divida entre adeptos y detractores con argumentos que desde cada esquina se consideran válidos, y más en un entorno en el que parece que las condiciones y las libertades otorgadas por la Constitución van mucho más adelante de las capacidades sociales para adaptarlas y asimilarlas de manera congruente.
Por un lado están quienes consideran la medida un avance sustancial en la garantía de los derechos fundamentales, bajo la premisa de que esto es una opción a la que se puede acceder de manera voluntaria. Por otro están aquellos que ponen sobre la mesa el derecho fundamental a proteger la vida como un elemento supremo y sin esguinces.
Como es natural, ambas posturas se muestran irreconciliables, mientras el Congreso de la República da la espalda al deber de convertirse en el espacio natural para esta clase de discusiones que desde 1997, cuando se emitió la primera sentencia sobre eutanasia, buscan pista para ajustar las normas que por defecto ha tenido que asumir la Corte Constitucional con este tipo de fallos. Es hora de insistirles nuevamente a senadores y representantes que el deber los llama. Este asunto también exige una reglamentación.
EDITORIAL EL TIEMPO