Mil kilómetros, la distancia entre Santa Marta y Bogotá, mide la destrucción que dejó el huracán Helene la semana pasada en Estados Unidos. Más de 100 personas perdieron la vida, una cifra que sigue aumentando a medida que se conoce el balance completo de la catástrofe.
El huracán atacó primero la costa noroccidental de la Florida. Una vez tocó tierra firme, comenzó a perder potencia, como suele suceder. Pero, al parecer, los elevados niveles de humedad, tierra adentro, que había dejado una racha de lluvias en los días previos, le proporcionaron una renovada intensidad. Fortalecida, la tormenta desató nuevas y devastadoras precipitaciones, que afectaron a decenas de poblaciones alejadas de la costa. El fenómeno –dicen los científicos– será objeto de estudio por muchos años.
Helene dejó vías inundadas y casas demolidas desde la región de Tampa, en la Florida, hasta parajes mucho más al norte, en Georgia y Tennessee. El estado de Carolina del Norte, acostumbrado a recibir embates de huracanes en su costa este, pero raramente en su interior occidental, fue uno de los más afectados. Pueblos enteros fueron destruidos por las aguas y los deslizamientos de tierra. Ayer, los equipos de emergencia seguían buscando víctimas, sin beneficio de fluido eléctrico o telefonía celular en muchas áreas.
La violencia meteorológica no es ajena a muchas regiones del mundo. La ciencia, sin embargo, nos dice que el cambio climático acentúa la fuerza y frecuencia de episodios de este tipo. Esta lamentable tragedia ocurrida en el sureste estadounidense subraya la urgencia de trabajar simultáneamente en la transición energética, para dejar de calentar la atmósfera, y la adaptación al cambio climático, para estar preparados frente a calamidades como esta, que también ocurren en nuestro país. El clima es, en gran medida, inmodificable, pero sus consecuencias, en materia de pérdida de bienes y vidas, se pueden mitigar.