José Mujica, expresidente uruguayo, murió como vivió: con la humildad por bandera. La coherencia fue su escudo invulnerable y supo, además, convertir en hechos sus palabras. El expresidente uruguayo que hizo de la austeridad un mensaje político y de la consecuencia una forma de vida, nos deja una herencia de defensa de la democracia, la convivencia pacífica y el diálogo, tras haber sido guerrillero y luego de haber estado preso durante años de dictadura. Fue senador, ministro, presidente y, sobre todo, un hombre fiel a sus convicciones. Hasta el último día.
Nunca aceptó los privilegios del poder. Desde su modesta chacra hasta sus discursos ante las grandes potencias, Mujica supo encarnar esa rara virtud de decir lo que se piensa y hacer lo que se dice. Su liderazgo no surgía del grito ni del insulto al contrincante, sino del ejemplo. Por eso tantos lo siguieron, incluso sin compartir siempre sus ideas: porque era un hombre que inspiraba confianza más allá de la ideología. Podría decirse, incluso, que su forma de vivir era, ya en sí misma, una forma de gobernar. De ahí la afinidad con otro hijo del sur del continente, el difunto papa Francisco, a quien lo unía, más que la visión de la sociedad, la concepción que ambos tenían del liderazgo, cada uno en su campo.
Pepe, que ocupó la presidencia de su país entre 2010 y 2015, hablaba con la sabiduría de quien ha sufrido, con la ternura de quien ha amado profundamente a su pueblo y con la firmeza de quien ha combatido la injusticia con ahínco. Su paso por el mundo nos deja la certeza de que es posible otra forma de hacer política, una que no se mide por el ego del dirigente sino por la dignidad de los gobernados.
Es necesario que la memoria de un líder de este talante sobreviva. Lo necesita América Latina y lo necesita el mundo. Es preciso en coyunturas tan complejas como la actual, beber del ejemplo de quienes, hasta el último aliento, tuvieron claro que la gente siempre será más importante que las figuras que la conducen.