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El ataque que revivió el trascendental legado de Virgilio Barco

El expresidente liberal enfrentó uno los momentos más oscuros y duros que haya vivido el país.

Virgilio Barco fue presidente de la República entre 1986 y 1990.

Virgilio Barco fue presidente de la República entre 1986 y 1990. Foto: Archivo EL TIEMPO

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No deja de ser paradójico que una mentira termine por convertirse en un poderoso catalizador que desata un reencuentro con una verdad refundida. Me refiero a la verdad sobre Virgilio Barco y su gobierno. Treinta años después, su legado resurge en la conciencia de los colombianos gracias a la defensa vigorosa que detonó la aseveración de un periodista que, usando difusos testimonios anónimos, intentó que el país se creyera el cuento de que el mandatario tuvo algún tipo de complicidad con el exterminio de la Unión Patriótica (UP).
Voces autorizadas, desde todas las orillas, han rechazado –con argumentos y con hechos– esas aseveraciones. Y aunque la cuestión ha quedado sepultada, hay que aprovechar la ocasión para revivir el legado de Barco. Primero, por razones de justicia con él y su istración (1986-1990), y segundo, porque no hay un gobierno, en los tiempos modernos, más adecuado para servir de inspiración, de referente y ejemplo para enfrentar los desafíos que aquejan al país en la segunda década del siglo XXI. Desafíos que aunque distintos en sus particularidades, tienen el mismo carácter potencialmente disruptivo y avasallador de los que le correspondió enfrentar a Barco.

‘Estado fallido’

La mayoría de los cincuenta millones de colombianos de hoy no había nacido cuando Barco llegó al poder. Por eso, el grueso de ellos desconoce que es gracias a su gobierno, en gran parte, que hoy pueden vivir en democracia. Es bueno recordar que en esa época el país era definido por los analistas como un ‘Estado fallido’, una ‘narcodemocracia’ o un ‘país paria’. La realidad era que las instituciones eran incapaces de defender la vida, los derechos y las libertades de los ciudadanos.
En vez de optar por refugiarse en el autoritarismo –aprovechando la herencia absolutista y restrictiva del Frente Nacional y de la Constitución de 1886– para enfrentar la ferocidad de las amenazas, que era el camino fácil y el que muchos recomendaban, Virgilio Barco optó por la salida liberal. El primer legado de su gobierno fue precisamente su compromiso indeclinable con la defensa y profundización de la democracia, y el fortalecimiento del Estado de derecho y de las instituciones, como el único camino para enfrentar y derrotar a los poderosos enemigos que tenían en jaque al Estado.
Al ejercicio y a la vitalidad de la oposición, Barco le asignaba la mayor trascendencia. Sabía bien que sin esa función política no es posible una democracia vigorosa. Y, además, estaba convencido de que la paz era imposible sin la vigencia de ese derecho para todas las vertientes ideológicas, por cuanto les atribuía a la persecución y a las restricciones a la oposición el origen de la violencia política y de la insurgencia. Así lo había vivido en carne propia en sus años jóvenes como político liberal, dado que fue perseguido por el laureanismo y luego por la dictadura de Rojas; y así lo había verificado ejerciendo su labor de reconciliación durante la desmovilización de las guerrillas liberales en el gobierno de Alberto Lleras.
Barco estaba convencido de que dentro del aparato militar había un sector que por razones ideológicas o de seguridad nacional consideraba a la UP un objetivo de guerra legítimo
Inspirado en el pensamiento de Mario Latorre Rueda, que como miembro del MRL combatió la manguala liberal-conservadora del Frente Nacional, puso en marcha por primera vez en treinta años un régimen político competitivo que denominó ‘Esquema Gobierno-Oposición’. Es decir, obligó a que los partidos tradicionales dejaran de compartir el poder, la burocracia, el Estado y las decisiones de políticas públicas, para que el liberalismo ejerciera sus responsabilidades como partido de gobierno y el conservatismo, como partido de oposición.
Eso que hoy suena como una obviedad, en su momento fue una revolución democrática. Y una transformación que permitió iniciar el camino de cambio institucional que conduce finalmente al sistema político abierto, competitivo y pluripartidista que tenemos hoy.
Barco entendía también que sin plenas garantías para los partidos que sostenían ideologías revolucionarias u opuestas al sistema económico y político, solo se legitimaría y alimentaría eternamente a la insurrección armada.
De allí que a diferencia de lo que dice Alberto Donadío, la preocupación permanente, la obsesión de todos los días de Virgilio Barco fue proteger, legitimar, respetar y enaltecer, en los actos, en los nombramientos y en las palabras a la Unión Patriótica y a otras fuerzas políticas similares. Lo demostró con el nombramiento de Carlos Ossa en la Consejería de Normalización, Rehabilitación y Reconciliación, a quien desde el inicio le dio la misión de construir un camino para la paz, que se iniciaba con la protección de ese partido nacido del proceso de paz de Belisario Betancur.

Debilidad y complicidad

El país sabe bien que a pesar de su inmensa voluntad y compromiso con ese propósito, los enemigos de la paz fueron más poderosos e impusieron su ley a sangre y fuego. Cada asesinato de un líder de la UP era recibido con profunda ira, impotencia y pesadumbre por Barco y por todos los que trabajábamos para él. No entendíamos cómo era posible que siendo testigos de la voluntad política del presidente y de la forma en que impartía las órdenes a los ministros, a las Fuerzas Militares, al DAS y a los responsables de implementar las medidas correspondientes, siguiera avanzado esa campaña de exterminio.
La primera explicación residía en la absoluta debilidad del Estado. Las capacidades investigativas, de inteligencia, de protección física eran prácticamente inexistentes. Nadie estaba a salvo. Ni siquiera los que éramos funcionarios de la Presidencia de la República. ¿Qué se podía esperar de la posibilidad de ofrecer garantías a la vida y labores de los dirigentes de la UP? A Barco le tocó empezar de cero la construcción de unas capacidades que no existían.
La justicia, que debía ser el recurso fundamental para enfrentar de manera democrática e institucional la ofensiva criminal contra la UP, era de una fragilidad e ineficacia absoluta. La impunidad era total. Recuerdo a Barco reunido con jueces implorando por una orden de captura contra capos o contra aparatos sicariales, para ver luego cómo quien se atreviera a hacerlo terminaba acribillado a los minutos de expedir el auto o en el servicio consular en el exterior.
En una reunión en su oficina, a las pocas semanas de posesionado y a la que asistí acompañando a Carlos Ossa para tratar precisamente el tema de la imparable ola de asesinatos contra la UP, nos compartió su interpretación.
Estaba convencido de que dentro del aparato militar había un sector que por razones ideológicas o de seguridad nacional consideraba a la UP un objetivo de guerra legítimo y que –por acción o por omisión– era cómplice de esa campaña. Aunque esto se decía en la calle, fue impactante la claridad que tenía Barco sobre el papel que posiblemente estaban jugando algunos actores del Estado en ese exterminio.
Al preguntarle cómo íbamos a enfrentar semejante desafío a la autoridad del Estado, nos contestó: con purgas, con contrainteligencia, con denuncias, con pedagogía, con los gringos y con la Policía Nacional. Así lo hizo. Su propósito original era nombrar un ministro de Defensa civil. Estuvo a punto de hacerlo, pero no pudo concretar ese proyecto por la agudización del deterioro del orden público, lo que no le permitía correr el menor riesgo de menoscabar la moral y el acatamiento de la Fuerza Pública. El enemigo al otro lado era demasiado poderoso.

Un desafío enorme

El enemigo era como la hidra mitológica. Sinuoso como serpiente, con tentáculos en todas partes y con muchas cabezas que se regeneraban cada vez que una era cercenada.
Los carteles de la droga no solo eran gigantescas empresas criminales. Eran organizaciones político-militares que combinaban sus intereses delincuenciales con el propósito de tomarse el Estado, directamente o mediante la corrupción, la intimidación y la violencia. Además, con una agenda ideológica de extrema derecha que se identificaba con la doctrina contrainsurgente.
Los grupos paramilitares se consolidan, entonces, bajo el comando de Rodríguez Gacha, para constituirse prácticamente en un ejército con el múltiple propósito de darles protección a los capos, garantizar la seguridad a la producción y tráfico de drogas y actuar contra quien desde el Estado o desde la política se les opusiese. Ese narcoejército recibió la colaboración de mercenarios israelíes y de otras nacionalidades en materia de entrenamiento de combate, tácticas terroristas y uso de explosivos.
En ese contexto es innegable que existió convergencia y colaboración, en algún grado, entre agentes del Estado y las organizaciones paramilitares. Eso facilitó su accionar e incrementó su capacidad de actuar impunemente. Hay un consenso entre expertos y académicos bastante sólido en el sentido de asignarle a esa alianza un protagonismo fundamental en el exterminio de la Unión Patriótica. Hay fallos nacionales e internacionales que lo corroboran.
Ante ese panorama tan retador, Virgilio Barco define al narcotráfico, a los paramilitares y a los carteles de la droga como la peor amenaza contra la democracia y la seguridad nacional. De allí que se compromete con preservar la extradición de los narcos y emplearse a fondo en la batalla.
Algunos sostienen que la obsesión del presidente liberal por la lucha contra las drogas era una imposición de Estados Unidos. Eso es falso. Su ofensiva contra las organizaciones criminales era una campaña libertadora. Era una campaña para salvar la democracia de Colombia y evitar que el país efectivamente se convirtiera en un narcoestado.
Algunos sostienen que la obsesión del presidente por la lucha contra las drogas era una imposición de EE. UU. Eso es falso. Su ofensiva contra las organizaciones criminales era una campaña libertadora
Me consta, como también a un grupo de entonces jóvenes colaboradores de Barco entre los que se encontraban Rafael Pardo, Rodrigo Pardo, Manuel José Cepeda, Felipe Zuleta y Gonzalo Córdoba, que fue el propio Barco quien asumió personalmente la conducción de esa batalla. Prácticamente todos los días nos convocaba, después de oír los informes de inteligencia y de su vasta red de amigos en todo el país, para analizar la situación, planear acciones y definir medidas. Quienes arguyen que el presidente era un hombre desconectado y enfermo, alejado de la realidad, que no decidía y delegaba los problemas de Estado, están ingenua o maliciosamente mal informados.

El rol de las Farc

Hay un aspecto de todo este asunto que es necesario exponer. Hay una corriente que sostiene que no se puede entender el exterminio de la UP sin considerar el comportamiento y las señales que enviaron las Farc sobre su disposición para hacer la paz y sobre su doctrina militar. Y se señala que las Farc dejó a la UP a merced de las fuerzas de ultraderecha por ser un experimento eminentemente táctico. A quienes nos correspondió ir a reuniones en Casa Verde en esa época pudimos percibir que Jacobo Arenas y Manuel Marulanda tenían poco interés en el futuro de la Unión Patriótica como vehículo para ingresar a la contienda democrática.
El problema nace de la maldición de las drogas. Jacobo Arenas había descubierto el potencial del narcotráfico como un recurso para poner en la ilegalidad –es decir, contra el Estado– a un campesinado que por su carácter de colono no era fácil de cooptar políticamente. Promover su ingreso a la coca les garantizaba a las Farc una lealtad que no conseguirían de otra manera –protegiéndolos de la lucha antinarcóticos y de la explotación de los narcos–. Y de paso, les brindaría una fuente infinita de rentas ilegales para financiar el upgrade estratégico con el que tanto soñaba el Stalin criollo: Jacobo Arenas.
Ante la perspectiva de lograr control territorial y pasar a una guerra convencional, no había forma de que las Farc se la jugaran en ese momento por la paz o que le dieran prioridad a un comportamiento coherente con la supervivencia de la UP. Esto, obviamente, no excusa de responsabilidad a los paramilitares, los carteles o los agentes del Estado que participaron en el exterminio de los dirigentes de ese partido político.
No es necesario relatar la tragedia que vino después, cuando el Nuevo Liberalismo sufrió un exterminio similar –todavía no reconocido por el Estado– que se inició con el asesinato de Rodrigo Lara y llevó hasta el magnicidio de Luis Carlos Galán.
Y cuando las ciudades y los colombianos vivimos las oscuras noches del narcoterrorismo, Barco no se dejó tentar por los clamores que pedían una claudicación ante el horror de los carteles, o de quienes soñaban con un tránsito a un régimen autoritario, con la excusa de la guerra contra el narcotráfico. Optó por la democracia. Y por ese camino llevó al país a la paz con el M-19 y a poner en marcha el proceso que culminó en la Constitución de 1991, la más avanzada, progresista y liberal en los últimos ciento cincuenta años.
GABRIEL SILVA*
Para EL TIEMPO
* Fue asesor de paz y de seguridad nacional en el gobierno de Virgilio Barco.

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