Desde finales del siglo XIX se tenía la sospecha de que los ovarios producían alguna sustancia que inhibía la ovulación. Sin embargo, el tiempo corrió hasta 1934, cuando Willard Myron Allen, conjuntamente con su profesor George Washington Corner aislaron la progesterona en la facultad de medicina de la Universidad de Rochester.
Esto se sumó a los trabajos de Ludwig Haberlandt, que había demostrado en conejos la posibilidad de lograr la anticoncepción mediante el empleo de sustancias provenientes de los ovarios, tanto que ya había propuesto la istración de hormonas para el control de la natalidad, lo que podría ser el primer producto que llamaron Infecundina.
Aunque esto era promisorio, no está por demás decir que Haberlandt y su socio eran austriacos y, por supuesto, sus ensayos fueron bloqueados por la política Hitleriana contra la anticoncepción.
Todo tenía un fundamento y era la observación clínica de que durante el embarazo no se libera ningún óvulo y que la hormona que más se produce es la progesterona, lo que permitió que por ahí se deslizara Russell Marker, que en sus Estados Unidos trató de producir esta hormona en abundante cantidad y a bajo costo.
Sin embargo, para producir un solo miligramo de este producto natural se necesitaban los ovarios de cerca de 2.500 animales, lo que en realidad convertía la progesterona en una de las drogas más costosas de la época, con un precio que pasaba los 200.000 dólares por kilo.
Esta fue razón suficiente para que el profesor Marker se adentrara en los terrenos de la botánica para tratar de buscar una sustancia parecida en el reino vegetal. Y luego de muchas investigaciones, encontró que las raíces de una planta silvestre conocida como ‘cabeza de negro’ (discorea mexicana) tenía buenas cantidades de diosgenina, un esteroide vegetal que podía utilizarse como punto de partida para otros de su tipo que, en esencia, son la base química de las hormonas.
Lleno de entusiasmo, convocó a las farmacéuticas para su producción y, de paso, a la Universidad de Pensilvania (donde trabajaba) para que patentara dicho proceso, lo que no pasó más de ahí.
Con su maleta, por allá en 1943, se mudó a México y en un pequeño laboratorio, con un equipo rudimentario, logró producir al cabo de dos meses varias libras de la hormona que valía 300.000 dólares, lo que lo volvió rico y un año después creó la compañía mexicana Syntex, que es el principio de la historia que continuaremos en la próxima entrega. Hasta luego.
ESTHER BALAC
Especial para EL TIEMPO
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