Si hay algo que la humanidad ha entendido desde tiempos inmemoriales, es que el sexo, como la música, necesita ritmo. No importa el género ni la complejidad; lo esencial es la sincronía, la cadencia, el crescendo que nos lleva a ese final explosivo digno de un bis.
Sin música, el sexo puede sentirse como una película sin banda sonora: torpe, lleno de silencios incómodos y con ruidos que en otros contextos harían reír en lugar de encender las ganas.
La música no solo ambienta, sino que marca el tono del encuentro. Una pieza de jazz suave invita a un ritmo pausado, mientras que una canción de reguetón activa los reflejos y la cintura como si se tratara de un ritual primitivo. El rock puede empujar al desenfreno y la música electrónica transporta a una dimensión en la que la resistencia se convierte en un desafío personal. Pero ojo, no todo sirve. Hay canciones que pueden dinamitar el momento con la sutileza de una explosión en una sala de conciertos.
Basta con que el algoritmo de las aplicaciones haga de las suyas y, después de un tema sensual, aparezca la banda sonora de una película infantil, el opening de una serie de la infancia o, peor aún, la inconfundible voz de un locutor anunciando una oferta en seguros de vida.
El ritmo no es solo cuestión de estilos, sino de habilidades. Hay quienes se mueven con la precisión de una partitura clásica, siguiendo cada compás con disciplina. Otros, en cambio, parecen improvisar con la anarquía de un solo de jazz, lo que puede resultar emocionante o desastroso, dependiendo del talento del ejecutante.
Lo que está claro es que la música tiene el poder de convertir un encuentro ordinario en una experiencia casi coreografiada, donde cada pausa, cada aceleración y cada golpe de tambor parecen anticipar el momento justo. Y la ciencia lo respalda. Diversos estudios han demostrado que la música y el sexo activan las mismas zonas del cerebro, esas que liberan dopamina y nos envuelven en una sensación de placer y recompensa.
Algunos incluso sostienen que los músicos y los buenos bailarines tienen un mejor desempeño en la cama, aunque su único talento comprobable sea tocar algunos acordes y realizar coreografías. Sin embargo, elegir la banda sonora adecuada es un arte. No todo se reduce a presionar ‘play’ en una playlist genérica. Hay que conocer el contexto, el estado de ánimo y, por supuesto, el tempo de la situación.
Un ritmo demasiado lento puede convertir la experiencia en un letargo, mientras que uno excesivamente acelerado puede hacer que todo termine antes de tiempo. Y aunque la ópera tiene su encanto, hay que pensarlo dos veces antes de que una tragedia wagneriana acompañe el momento, a menos que la idea sea sentir que el fin del mundo se acerca con cada nota.
En definitiva, la música y el sexo comparten más de lo que imaginamos. Ambos necesitan armonía, entrega y una dosis de improvisación bien calculada. Así que, si alguna vez sientes que la chispa se apaga, quizá el problema no sea el cansancio ni la rutina, sino simplemente la canción equivocada. Porque, al final del día, una buena melodía puede ser la diferencia entre un encuentro común y una buena sinfonía. Hasta luego.
ESTER BALAC
PARA EL TIEMPO