En estos días en que Bogotá se llenó de palabras, autores y lectores con la Feria Internacional del Libro, es inevitable pensar en los puentes que unen la literatura con la ciencia, especialmente con la astronomía, esa ciencia que mira hacia lo más lejano y antiguo.
Jorge Luis Borges concebía el universo como una vasta biblioteca infinita, una metáfora recurrente en su obra que refleja su visión del conocimiento y la existencia.. Pero también podría decirse que muchos libros están hechos del universo. Las estrellas, los planetas, el tiempo, los eclipses y muchos misterios del firmamento han sido, desde siempre, una fuente inagotable de inspiración para escritores y poetas. Mirar al cielo ha sido una forma de buscar respuestas, pero también de imaginar preguntas.
En su cuento El Aleph, Borges nos revela una visión simultánea de todo el cosmos desde un punto minúsculo en el sótano de una casa. En La biblioteca de Babel, imagina un universo infinito compuesto por libros, como una metáfora hermosa del conocimiento y sus límites. La astronomía no es para él un telón de fondo, sino una forma de pensar lo eterno, lo inabarcable, lo que está más allá de la comprensión humana. Y en eso, Borges no está solo.
En Colombia, nuestro Nobel de Literatura Gabriel García Márquez, también miró al cielo con ojos narrativos. En Cien años de soledad, José Arcadio Buendía se obsesiona con los astros y pasa noches enteras estudiando mapas celestes, convencido de que los secretos del universo pueden revelarse desde Macondo. En El amor en los tiempos del cólera, hay una bellísima escena donde los protagonistas observan Venus en el firmamento, símbolo de una pasión que atraviesa el tiempo. Gabo entendía que la ciencia, lejos de estar reñida con la poesía, podía ser un recurso narrativo para explorar el destino, la soledad o el amor eterno. Logró así integrar elementos científicos en su narrativa, utilizando descubrimientos y avances como inspiración para enriquecer su realismo mágico.
Mucho antes, el poeta y escritor italiano Dante Alighieri terminaba su Divina Comedia con la mirada fija en las “estrellas”, esa palabra que cierra cada uno de los tres cantos del poema. Las estrellas eran símbolo de salvación, de orden cósmico, de amor divino. Shakespeare a menudo utilizaba imágenes celestes para explorar temas del destino y la condición humana, y por su parte, Pablo Neruda en sus "Odas elementales", celebró tanto los elementos cotidianos como los fenómenos naturales, fusionando lo terrenal con lo celeste en su poesía.
Las mujeres escritoras también han mirado al cielo con especial interés. La poetisa estadounidense, Emily Dickinson, con su reclusión voluntaria apartada del mundo social y su mirada aguda, escribió sobre las noches infinitas y los misterios del universo. Clarice Lispector, desde Brasil, exploraba en su obra la existencia y la conciencia con una profundidad que evocaba la vastedad del cosmos. Y en Colombia, la poeta y periodista María Mercedes Carranza supo ver en el universo una metáfora del desarraigo y la búsqueda.
En el presente, el cosmos, el tiempo y la posibilidad de otros mundos siguen latiendo en la literatura contemporánea. La astronomía, con sus preguntas sin respuesta, su lenguaje matemático y sus imágenes sobrecogedoras, tiene algo profundamente poético. ¿Qué historia más inquietante que la del universo mismo, ese libro aún en escritura?
La ciencia también narra, la literatura también indaga, y cuando se cruzan, pueden alumbrar una manera distinta de mirar la realidad. Como dijo alguna vez Carl Sagan, otro gran narrador del cosmos, “somos una forma en que el universo se conoce a sí mismo”. Y tal vez también, una forma en que se escribe a sí mismo.
SANTIAGO VARGAS
Ph. D. en Astrofísica
Observatorio Astronómico de la Universidad Nacional