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Cuentos de Navidad: El misterio de la estrella oculta

Un veterano de la guerra que odia la Navidad llega a entenderla en el momento de un triste final.

Ilustración: Gustavo Ortega

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—Buenas noches, ¿cómo está el gran veterano de guerra Nicholas Hart? Su enfermera favorita ha venido a traerle su cena de Navidad. Su pavo, su puré de patata y su 'pie' de manzana. Aunque ponga esa cara de viejo gruñón, sé muy bien que le gusta.
—Si no fuera porque llevas tanto tiempo aquí, soportando mi mal humor y controlando mi azúcar te mandaría a poner de patitas en la calle, por entrometida.
—Señor Hart –le contesta Isabel, con un dejo de nostalgia y su sonrisa apacible–, ya perdí la cuenta de los años que llevo trabajando aquí y nunca he podido entender por qué un veterano como usted vino a parar a este lugar. También me pregunto por qué odia la Navidad. Yo, en cambio, hubiera deseado poder estar junto a mi niño celebrando estas fechas y regalarle aquel teles-copio dorado que tanto me pedía. Se lo compré y nunca se lo pude entregar. Hubiera querido poder abrazar a mis padres en cada Nochebuena. Esperar con mi gente la llegada del Año Nuevo. Pero tuve que cruzar la frontera para llegar a este país, y trabajar duro, para que a los míos no les faltara nada. Y se me fue yendo la vida, tratando de juntar algo de dinero, con la ilusión de conseguir los documentos que me permitieran un regreso. El día llegó, pero mis padres y mi niño ya habían muerto en un terremoto en mi país.
La tristeza se fue dibujando en el rostro endurecido del viejo, con las huellas de los 84 que se le enraizaron en la frente. Con la mano derecha temblorosa abrió una gaveta blanca y sacó lo que parecía un diario. Lo puso lentamente en las manos de Isabel, que lo miró sorprendida. Se sentó junto a él y comenzó a leer con su voz aflautada:
“Era diciembre de 1946. Yo, Nicholas Hart, hijo único de William y Mary Jane Hart, tenía ocho años de edad. El invierno implacable se recrudecía cada día más. Como fieras embravecidas, los fuertes vientos azotaban puertas y ventanas, haciendo crujir la madera de nuestra pequeña casa. Hacía muchos meses que mamá no paraba de toser, y ahora lo hacía con mayor frecuencia. A veces, su rostro palidecía como el de una santa y un silbido en su pecho la dejaba sin aliento. Eso preocupaba mucho a papá, y se angustiaba observando que los arrumes de leña, que con tanto esfuerzo habíamos apilado junto a la chimenea, comenzaban a escasear, lo mismo que los alimentos. Faltaban pocos días para la Navidad, cuando una mañana mi padre me animó a salir con la idea de traer un pino a casa. Sabía que eso alegraría a mamá. Ella decía que Navidad sin árbol no era Navidad.
Mi padre alistó su oxidada hacha, se puso un gorro marrón cubierto con la piel de algún infortunado castor, forró sus manos con guantes de cuero negros y se enfundó su vieja chaqueta verde oliva, a la que no le cabía un remiendo más. Yo también me calcé mi abrigo forrado en piel de zorro gris, mi gorro y mis guantes de lana, tejidos por mi madre cuatro inviernos atrás. Todo me quedaba pequeño, pero eso era cuanto tenía. Luego de tomarnos un chocolate caliente, que acompañamos con trozos de pan duro que encontré en la alacena, nos dispusimos a salir.
“Al abrir la puerta —que rechinó de manera estridente— un viento huracanado que soplaba desde las profundidades del bosque por poco y nos empuja dentro de la casa. Aún así, salimos en busca del pino más grande y fuerte que pudiéramos encontrar en aquel paisaje nublado y cubierto de nieve. El viento seguía rugiendo y se colaba por entre mis botas. Temblaba como un gorrión agonizante bajo una tempestad. Tras caminar poco menos de una milla, divisamos varios pinos a los lejos. Estaba muy emocionado al imaginar la sonrisa que pondría mamá cuando viera nuestro mejor árbol de Navidad. Trataba de caminar rápidamente, pero la nieve —hasta mis rodillas— me lo impedía.
“Los ojos de mi padre iluminaron el bosque cuando llegamos a aquel paraje. Además de los pinos, por entre la nieve también brotaban cedros y eucaliptos. Estaban cubiertos de escarcha, pero se pondrían a secar junto a la chimenea y así tendríamos la casa caliente toda la temporada invernal. Papá cortó un pino alto y frondoso, de no más de cinco pies de altura: nuestro soñado árbol de Navidad. De sus ramas salieron volando y chillando dos bellísimos reyezuelos, cuyas crestas rojas y amarillas contrastaban con el dorso verde brillante y sus alas oscuras. Seguimos el vuelo de aquellos pajaritos, hasta que se perdieron en el firmamento.
“Papá empezó a cortar un árbol inmenso y un tanto añejo. Daba fuertes hachazos, intentando derribarlo, pero todo su esfuerzo era inútil porque aquel arbusto, desafiante, se resistía a caer. Agitado, se dio por vencido y giró para buscar un ejemplar más fácil de talar. Yo me embelesaba con una inquieta liebre blanca —como la nieve— que no paraba de correr y dar saltos junto con sus tres crías pequeñitas. Mi padre tan solo había avanzado unos cuantos pasos cuando el árbol que intentaba derribar, que se asemejaba a un dios implacable, cedió de repente y lo aplastó. Corrí hacia él. Un riachuelo de sangre tiñó la espesa nieve. No podía ni siquiera llorar porque mis lágrimas se congelaban. El hielo cubría mis pestañas. Las liebres huyeron despavoridas y yo lancé un fuerte grito, que hizo eco en aquel lugar frío y desolado.
“Aturdido y dando tumbos, como pude, regresé a casa, donde impacientemente nos esperaba mi madre. Cuando le di la noticia, su respiración se empezó a acortar. Se asemejaba a un pececillo recién sacado del río. Su tos se fue exacerbando aún más y, con el pasar de los días, las altas fiebres se apoderaron de su delgadísimo cuerpo. El día de Navidad, al llegar la medianoche, mi madre susurró mi nombre. Acudí a su lecho y ella, sujetando mi mano, me acercó a su pecho. Con voz casi inaudible, declaró:
"–Nicholas, ya me tengo que ir, sé un buen chico. Veo a lo lejos una hermosa estrella brillar. Es el niño Jesús que me llama, vino por mí.
“Suspiró, cerró los ojos y su luz se agotó lentamente. Desde entonces me dediqué a morir, presa del dolor y el miedo, y alimentándome con sobras de comida que había en la cocina —carne estofada, puré de papa, y galletas de jengibre—. Permanecí un par de semanas junto al cadáver de mi madre, que era un bloque de hielo. Un atardecer, cuando la nieve ya empezaba a dar tregua y el sol se asomaba un poco, nuestros vecinos llegaron arrastrando el cadáver congelado de mi padre: otro bloque de hielo. Entre todos cavaron dos tumbas en el patio trasero de nuestra casa. Allí les dieron sepultura. No hubo una flor para sus tumbas, porque todo era nieve y faltaba mucho para la primavera.
“El señor y la señora Howland, nuestros más queridos y cercanos vecinos, armaron cruces con las ramas de un pino y las pusieron en cada fosa. Luego me llevaron a su hogar y durante muchos años me brindaron cariño, techo y abrigo, pero nada pudo borrar mi dolor ni llenar el vacío en mi pecho.
“Con los años ingresé a las tropas del ejército estadounidense. Tras largos meses de entrenamiento, mis compañeros de pelotón, y yo, fuimos enviados a combatir a la guerra de Vietnam. No sabía lo que realmente me esperaba en la selva vietnamita. Las balas, que disparaban desde cualquier trinchera, les arrebataron la vida a muchos combatientes. Las bombas, que escupían desde el cielo, hacían estremecer la selva y arrasaban con hasta el más mínimo rastro de vida.
“A un hombre con el corazón endurecido como el mío no le importaba enfrentarse a toda suerte de peligros. Daba lo mismo vivir. O morir. Salí ileso. Muchos no contaron con la misma suerte. Han transcurrido varios años desde que terminó aquel infame episodio y yo sigo aquí. Creo que logré sanar esos recuerdos que atormentaban mi mente y mi espíritu, aunque tenga que lidiar con esta diabetes que a diario me consume. Por lo menos, no terminé en un psiquiátrico como cientos de mis compañeros de batalla.
“Trato de disipar el recuerdo de aquella Navidad que me condenó a estar solo. Me he convertido en un viejo enfermo y solitario, de ropaje y alma gris. Ha pasado mucho, pero mucho tiempo, y me propuse olvidar estas fechas, no soy tonto como para no saber que hoy es Navidad. Tras la ventana del cuarto que ocupo hace varios años en este asilo de ancianos, veo cómo caminan —a toda prisa— hombres, mujeres y niños cargados de paquetes y regalos.
“Ni siquiera la nieve les ha impedido salir. No entiendo por qué les causa tanta alegría celebrar ese nacimiento. He escuchado que, en los países más pobres, los padres les inculcan a sus hijos la tonta idea de que si se portan bien, ese fulano les traerá regalos. Infelices criaturas, si supieran que todo es una vil mentira. Muchos quedan esperando a quien no ha de venir, porque no existe.
“Confieso, sin embargo, que todas las noches, en secreto, trato de divisar en el firmamento aquella estrella de la que me habló mi madre, a ver si por fin la puedo hallar”.
***
Casi a la medianoche Isabel terminó de leer y, sin decir una sola palabra, salió de la habitación. Al instante regresó con una caja. Con su rostro anegado en lágrimas, destapó el estuche, que jamás había sido abierto, sacó el finísimo telescopio dorado que le compró a su pequeño hijo para que contemplara el cielo –que nunca se lo pudo entregar porque murió en un terremoto–, y lo puso en las manos del veterano, que no paraba de temblar. Tomándolo de la mano, lo sentó en una silla que estaba junto a la ventana. Con dificultad, el viejo sostuvo el aparato y apuntó al firmamento y sonrió con una dulzura desconocida. Estiró su dedo índice y dijo:
—Isabel, mira, allá está la estrella de la que me habló mamá, veo una luz resplandeciente. Hoy es Navidad, el niño Jesús ha venido por mí –dijo. Y se aferró al telescopio. Sus ojos, por fin brillantes, se cerraron para siempre.
CECILIA SAAVEDRA GARZÓN (*)
Especial para EL TIEMPO
(*) Periodista y escritora. Nació en San Gil (Santander). Escribe cuentos desde niña y trabaja en su primer libro de cuentos, inspirados en historias de colombianos migrantes. 

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