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El grandioso y sorprendente ‘arte rupestre’ de Rosario López
Los es de Cerro Azul y Nuevo Tolima son el punto de partida para una exposición de la artista.
La exposición de Rosario López Foto: Fernando Gómez Echeverri
La exposición de Rosario López en Mmaison (cra. 3.ª n.º 63-48) es el final de un alucinante viaje en el tiempo. En el 2019, en un programa de estudios interdisciplinarios de la Universidad Nacional, López viajó al Guaviare para estudiar las monumentales pinturas rupestres de la serranía de la Lindosa. Fue un encuentro brutal y abrumador con el pasado.
Los geólogos que viajaban en el grupo –tras analizar la roca y los pigmentos con los paleobotánicos– hablan de 12.000 años de antigüedad: los restos de un mundo y una civilización perdida. En el grupo –además de Rosario– también viajaba un grupo de antropólogas de la escuela de estudios de género. Y vieron algo más.
En la visión popular del mundo prehistórico y en la imagen clásica de las pinturas rupestres hay dos protagonistas indisolubles: bestias y cazadores; de alguna manera –en la distribución constante de esas imágenes– se difundió una lectura patriarcal del pasado.
Los hombres salían a cazar comida y las mujeres se quedaban encogidas en una cueva con los niños. Y no solo eso: según esa visión, ellos también pintaban sus hazañas.
Pero el ojo de Rosario –lejos del cliché– se fijó en algo más: en las palmas pintadas en la piedra y en los tejidos de las comunidades que todavía viven a solo unos kilómetros de estas pinturas rupestres y que, por el tiempo y los desplazamientos históricos y forzados, han perdido el o con su propio pasado.
Hubo algo que hizo clic en su cabeza, y cuando regresó a Bogotá tuvo una reconexión con su pasado inmediato. Sacó de un cajón perdido varios manteles de lino, estudió las puntadas que dieron sus abuelas y ella misma comenzó a trabajar en punto de cruz.
Sus primeras obras combinaban en las telas las flores y la abstracción del paisaje que reproducían las técnicas de bordado francés que habían heredado sus abuelas –y que ella misma había hecho en el colegio– con las imágenes que había traído en su cámara, en sus libretas y en su cabeza de la serranía de la Lindosa.
Se conectó como mujer y como artista con un oficio y una particular representación del mundo. Y –en ese mismo viaje interior– comenzó a ver con otros ojos cada una de las figuras que se conservan en estas piedras prehistóricas.
La exposición de Rosario López Foto:Fernando Gómez Echeverri
El arte colombiano no ha sido indiferente a nuestro pasado indígena. Édgar Negret y Ómar Rayo crearon su glorioso universo abstracto inspirados en la obra de las culturas prehispánicas.
Su obra es una reinterpretación de su universo visual. Rayo no dudaba en itirlo; alguna vez fui testigo de una visión asombrosa: un arhúaco se paró frente a uno de sus cuadros y su mochila y la obra formaron una composición perfecta. Rayo me narró sus viajes en los años cincuenta por el trapecio amazónico y su fascinación por la geometría de las tribus indígenas. La obra de Negret tampoco negaba su conexión con ese pasado. Y Carlos Rojas, por su parte, ofrecía una mirada particular en sus pinturas a los tejidos y la paleta de color de los indígenas.
Se conectó como mujer y como artista con un oficio y una particular representación del mundo.
Rosario López y, hace poco, Miguel Ángel Rojas con una notable pieza en el Mambo, han abordado nuevamente nuestro pasado en común con otra mirada. En lugar de ‘reinterpretar’ la geometría o ‘estilizar’ sus figuras, han hecho algo todavía más audaz: han resaltado su perfección desde el arte contemporáneo.
Miguel Ángel hizo una roca inmensa de icopor que instaló en el primer piso del Mambo; hizo un taller con niños de una comunidad muisca y les pidió que la intervinieran.
La exposición de Rosario López Foto:Fernando Gómez Echeverri
Rosario, por su lado, no se ha cansado de ir y venir por las mismas figuras. En sus manteles, poco a poco, fue deshaciéndose de las flores de punto de cruz y solo quedaron las enigmáticas figuras de la Lindosa. Y llegó a una pieza monumental y fundamental, la obra principal de su exposición en la galería Mmaison. En esa pieza se reúnen tres años de estudios y de todo lo que aprendió en ese diálogo incesante con la comunidad, los geólogos, los antropólogos, las feministas, los biólogos y, por supuesto, con ella misma.
En sus manteles, poco a poco, fue deshaciéndose de las flores de punto de cruz y solo quedaron las enigmáticas figuras de la Lindosa.
Rosario hizo un cuaderno que reproducía las imágenes de las pinturas rupestres y se las llevó a la comunidad para que la interpretaran desde su cotidianidad.
Hizo una estructura de fieltro (la misma que se ve en la foto principal de este artículo) y le añadió algunas de figuras de las pinturas rupestres tejidas en pequeños pañuelos, y detrás el nombre de una mujer de la comunidad que le daba nombre a lo que veían.
Hay una en particular que resulta fascinante: un antropólogo podría alucinar con el universo o las estrellas, pero la visión de Lucey es incontestable: un plato de fariña con balay. O una que podría ser el tridente de Zeus o el de un pescador de bestias de río es –sin tanto ruido– un peinador de cumae. Rosario no solo nos une con un pasado remoto, sino que lo hace desde un mundo que exige la conexión con lo femenino. Y, sin muchos aspavientos, nos hace notar que desde hace 12.000 años el mundo también era de hombres y mujeres.