Las voces de la guerra en un territorio olvidado: el horror vivido por miles de familias en el Catatumbo

“Hubiese querido conocer el estadio de mi Cúcuta Deportivo de otra forma, no así, lleno de gente llorando”, dice Williams Rodríguez, uno de los más de 38.000 desplazados que han salido de sus territorios despavoridos por los enfrentamientos entre los frentes de guerra Oriental y Nororiental del Eln y las disidencias de Farc, con su frente 33, en la convulsa región del Catatumbo. 

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Rodríguez, de 22 años, es apasionado del fútbol y su anhelo era conocer el estadio General de Santander en medio de un partido. “Es triste que las cosas pasen de esta forma. No siento alegría de estar aquí, al contrario, quiero irme a mi casa, ver si mis amigos están bien”, dice el joven, quien carga sobre las piernas una mochila en la que metió la cédula y unas cuantas mudas de ropa y salió corriendo de La Gabarra, uno de los municipios amenazados por el accionar armado de estas estructuras.

Está sentado en la gradería y, a su lado, están decenas de personas que como él huyeron de su territorio ante el temor de ser alcanzados por las balas o sacados de sus viviendas para ser asesinados por ser supuestos colaboradores de uno u otro bando.

Una anciana que está sentada a varios metros de distancia del joven tiene la mirada fija hacia el césped. A su lado está un hombre y un perro negro. “No sé nada de mi hija, su marido está en estado vegetal y solo sé que está en Orope (lado venezolano). Nos tocó salir y dejar todo. Yo solo pude sacar a mi perrito Boby”.

La mujer se llama Sandra Rincón y al hablar de su familia los ojos se le ponen vidriosos y las lágrimas comienzan a rodarle por las mejillas. “Contarle lo que pasó sonaría increíble, pero lo viví. Llegaban los hombres como endemoniados, llamaban a la persona y cuando salía le pegaban los tiros”, relata mientras esperaba ser censada para recibir las ayudas.

Un líder social del corregimiento de San Pablo, municipio de Teorama, horas después de que se conocieron las primeras cuatro víctimas mortales de la reciente escalada de violencia, presagió lo que vendría: “Es grave la situación, esto va a estar paralizado por un tiempo”.

“Sabían dónde vivía, lo sacaron de su casa y lo asesinaron”, lamenta Audelino, un campesino desplazado de Puente Real, en El Tarra, que vio morir a su amigo y compañero de trabajo. “Estoy con mis hijos y con una hermana. Todo ese miedo, ese ruido de las balas golpean en el ánimo. Nadie sale de su tierra por gusto, y menos en estas circunstancias”.

La huida no fue fácil. Audelino describe el trayecto hasta Tibú y luego hacia Cúcuta como un recorrido de terror: cuerpos baleados al lado del camino y escenas con hombres armados que prefiere callar.

Los relatos de estas familias concuerdan con lo expresado por el ministro de Defensa, Iván Velásquez, la tarde de viernes, cuando manifestó que lo ocurrido en Catatumbo se gestó al estilo paramilitar. “Llegaron a las casas para dar de baja a personas, con lista en mano, como ocurría en Colombia a finales de los 90”.

Uno de los municipios epicentro de la violencia ha sido Tibú, corazón de la región, donde las autoridades reportan el homicidio de 21 personas. De esta zona se tienen registros de la llegada de 10.482 desplazados que están refugiados en al menos cinco albergues.

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Los comerciantes de este municipio, poco a poco, han comenzado a levantar las esteras de los comercios, que habían permanecido cerradas desde hace una semana. “Se ha retomado la tranquilidad, aunque de manera tensa, pues nosotros creemos que en cualquier momento esa guerra se va a recrudecer de nuevo. De hecho, varios comerciantes no han abierto sus locales y se fueron a Cúcuta”, dijo un habitante de la zona.

La misma percepción tiene Mayra, una mujer que llegó desde el corregimiento de Versalle hasta las instalaciones de la alcaldía para buscar ayuda humanitaria. “Ya la comida se nos estaba acabando, por allá (lugar de donde viene) las tiendas no están abriendo, sus dueños salieron huyendo. Yo en 30 años viviendo en esa zona es la primera vez que me pasa algo así, habían ocurrido pequeños enfrentamientos, pero uno así tan grande no”.

El parque principal, las carreteras y los comercios hoy parecen zona de guerra. Militarizados hasta los dientes. En la actualidad, hacen presencia unos 500 soldados del Ejército y poco más de 60 uniformados de la Policía.

El comandante del Batallón de Ingenieros de Combate n.º 30, teniente coronel Miller Fernando Moreno, señaló que la situación en el Catatumbo “es sumamente grave”, debido a la flagrante violación de los derechos humanos por parte de los grupos armados. Y destacó que las confrontaciones armadas se han registrado a unos 15 kilómetros de la cabecera municipal, específicamente, en área de frontera.

Algunos habitantes de Tibú, aunque reconocen el trabajo de la Fuerza Pública en la evacuación humanitaria, cuestionan las estrategias desplegadas en los últimos meses.

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Una lideresa de la zona criticó el hecho de que no se haya podido anticipar este escenario de violencia. “Ahora salen a decir que sabían de la movilización de la guerrilla, ¿por qué no frenaron ese avance?, ¿por qué esperaron que llegaran a matar al pueblo? Ahora vienen a llenar las calles de militares, cosa que no está mal, pero se debió hacer mucho antes”, refutó.

Con su hija recién salida de una cirugía y otros 15 familiares, María Nora Albernia llegó al estadio buscando ayuda. “Hay muchas balas, mucho miedo, por eso salimos”. Tres menores, uno de ellos de pocos meses, acampan con ella en condiciones precarias frente a la puerta 11 del escenario deportivo.

Otra de las muertes más impactantes ocurrió en la vereda Banderas, en San Calixto, donde Raide Gerardo Sánchez Ojeda fue asesinado frente a su hija menor. “Desde que vio cómo lo mataron, no habla con nadie. Está traumatizada”, afirma una amiga de la joven.

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La situación también golpea a quienes alguna vez creyeron en la paz. José Miguel Pinto, excombatiente y ahora líder social en Cúcuta, lucha por proteger a sus compañeros firmantes del acuerdo de paz. Entre amenazas y asesinatos, su labor se vuelve cada día más riesgosa. “Algunos compañeros han recibido amenazas directas; otros, simplemente, han desaparecido”.

Con apoyo de Andrés Carvajal Suárez para EL TIEMPO