La muerte es un signo de la eternidad humana. Siglo tras siglo, generación tras generación, estamos ahí para atestiguarlo, para apuñalarnos el corazón. En la obra del poeta mexicano José Emilio Pacheco (1939-2014), este sentimiento adquiere dimensiones míticas.
Al recordar la civilización arrasada que habitaba Ciudad de México y cuyos vestigios siguen vivos como la lumbre de los cielos nocturnos, exclama: “Lago muerto en su féretro de piedra”.
Ese lago que ya no existe, bifurcado por canales, pirámides y ritos inimaginables, lo cubren las palabras. De la muerte hablan los médicos y los poetas. Ese sentido arraigado de los mexicanos que Cardoza y Aragón llamó una “identidad recóndita”, esa raíz feneciente que se reinventa sin cesar, también lo encontramos en El laberinto de la soledad, de Octavio Paz; en Muerte sin fin, de José Gorostiza; en los diálogos entre vivos y muertos de Pedro Páramo, en la ventana indiscreta de Nellie Campobello, en el grito emberracado de Cristina Rivera Garza, en las pinceladas apocalípticas de Ripstein, o en los grandes muralistas mexicanos.
Pacheco esboza poéticamente ese desarraigo cíclico: “En esa noche perpetua en que los dioses / se pudren bajo el lodo / y su silencio /es oro / como el oro de Cuauhtémoc / que Cortés inventó”. La herida está abierta y la rebelión es una maratón contra la muerte.
Recordando un hecho más reciente como fue la masacre de Tlatelolco en 1968, en su Manuscrito de Tlatelolco escribe: “Se ensañó con nosotros la desgracia” y vinculándolo con el origen del ser mexicano remata: “Es toda nuestra herencia una red de agujeros”. La muerte vivifica el camino, es alimento de los dioses y los seres humanos.
La poesía es el fuego que arde sobre la tierra derramada de sangre. En Las ruinas de México, el eco subterráneo alza vuelo, las sombras titilan en la oscuridad, mientras “allá abajo se encuentran todavía desmoronándose los muertos”.
La memoria se ha hecho trizas, bajo un viento feroz e invisible, pero "la tierra permanece y todo lo demás pasa, se extingue. / Se vuelve arena para el gran desierto”.
En ese rosario de esquirlas colectivas, de una voz que son todas, de un lamento vivo y fervoroso, hay también un momento para la metafísica cotidiana, entonces Pacheco nos dice adiós: “Un día que ya figura en el calendario / alguien también cancelará mi nombre”.
ALFONSO CARVAJAL