Es famosa la frase de Ronald Reagan cuando su asesor Richard Allen le preguntó, en 1977, por su estrategia para hacerle frente a la Guerra Fría, Reagan contestó sin despeinarse: "Muy fácil: nosotros ganamos y ellos pierden". El mundo estaba dividido todavía en dos mitades irreconciliables: el bien contra el mal, la sociedad abierta contra el comunismo, la democracia contra la dictadura, Occidente contra Oriente, como en las películas de la época.
Tengo un amigo ya bastante mayor que añora ese mundo binario y bipolar que surgió después de la Segunda Guerra Mundial y que enfrentó a los Estados Unidos con la Unión Soviética en una sucesión de conflictos subsidiarios que bien podían tener toda clase de causas y raíces locales y particulares, pero que al final siempre se enmarcaban –siempre– en esa disputa ideológica entre las dos grandes potencias nucleares.
Y aunque había intereses de por medio, obvio, hipocresía, manipulación moral, las falacias propias de todo maniqueísmo en el que se contraponen la luz a la oscuridad, el alma a la materia, la magnanimidad a la mezquindad, eso según el lado del espejo desde el que hable cada quien para señalar siempre al contrario como la encarnación de la perversidad, aunque había mucho de eso también se trataba de una cuestión de principios, un verdadero pulso cultural.
Así se vivió toda la segunda mitad del siglo XX, y es lo que extraña con nostalgia mi amigo: la certeza, la tranquilidad de saber dónde estaba parado. Una vez me dijo: "Lo bueno de la Guerra Fría es que siempre sabíamos quiénes éramos los buenos". Ya eso es imposible, por supuesto, no solo por la idea absurda e inmoral de dividir al mundo entre buenos y malos y creer que uno está entre los primeros, sino porque además todo estalló en mil pedazos.
Basta ver el caos conceptual en el que está tanta gente hoy, la confusión y el pasmo, el cinismo y la desvergüenza a los que acuden muchos que ya no pueden repetir ni defender aquello en lo que parecían creer con determinación.
Basta ver el caos conceptual en el que está tanta gente hoy, la confusión y el pasmo, el cinismo y la desvergüenza a los que acuden muchos que ya no pueden repetir ni defender aquello en lo que parecían creer con tanta determinación y firmeza hasta hace apenas unos días, antes de lanzarse a ejecutar las maromas más grotescas y abyectas para poder justificar su nuevo entusiasmo, sus ideas de hoy que mañana serán otras.
Habrá quien diga, y con razón, que mejor así: el mundo es confuso e inasible, incoherente por naturaleza como quienes lo pueblan y van girando en él año tras año, un día detrás del otro; mi computador, como si fuera argentino, me propone una corrección no del todo vana y equivocada, una mejor redacción más certera y más sabia: "un día detrás del orto", así camina la humanidad que en estos días parece haberse ido, una vez más, hacia el abismo.
¿Qué diría Reagan si hoy viera a su partido en los Estados Unidos? Volvería horrorizado a la tumba, pidiendo que se la abran cuanto antes (buena idea para una ficción histórica: la de un sepulturero que les abre y les cierra las puertas del más allá a distintos personajes del pasado para que vean cómo es su mundo después de ellos), pidiendo que se la abran para no tener que ver semejante espectáculo tan repugnante y decadente.
No tengo ninguna simpatía por el Partido Republicano en los Estados Unidos, todo lo contrario, pero ese partido, que fue el más beligerante y radical durante la Guerra Fría, hoy es el gran defensor de los aranceles en materia comercial y sostiene y acompaña, con vileza e impudicia, a un presidente que se puso del lado de Moscú y que suena (es lo que es) como el vocero más eficaz de los intereses del Kremlin.
Es la disolución definitiva del 'orden mundial' que surgió después de la Segunda Guerra Mundial, dicen los expertos, y es cierto: ya no hay ideología que valga porque los tiranos, como tantas otras veces en la historia, están todos del mismo lado.