La historia la escriben los vencedores. En Colombia, la está reescribiendo el cinismo. “El cambio”, ese eslogan que prometía refundar el país, terminó siendo la fachada más burda y descarada de la captura institucional. Porque si algo ha cambiado, es que la corrupción ya no se oculta: se legaliza, se normaliza y se celebra.
Todo comenzó con una promesa vacía y un equipo de campaña que no ocultaba su falta de ética. Sebastián Guanumen lo dijo sin ambages: “La línea ética se va a correr un poco”. Hoy sabemos que no se corrió un poco: se desintegró por completo.
La lista de delitos y escándalos parece guionada por una mente criminal. El llamado Pacto de La Picota, con visitas a criminales para negociar votos, fue solo el abrebocas. Luego llegó la confesión del propio hijo del Presidente sobre el ingreso de dineros ilícitos a la campaña. Y mientras el país digería la gravedad de esa revelación, el cambio de fiscal actuó como cortina de humo. Justicia hecha a la medida del régimen.
Pero lo más grave es la evidencia creciente –ya imposible de ignorar– de que esta campaña fue financiada con plata sucia. Hay grabaciones, declaraciones, transportes en aviones privados alquilados a empresarios con oscuros vínculos criminales, contratistas que invirtieron miles de millones a cambio de favores burocráticos y el infame audio de Armando Benedetti en el que reconoce sin titubeos que se consiguieron $ 15.000 millones para la campaña. No fue solidaridad política. Fue inversión mafiosa con retorno garantizado.
El gobierno resultante no tardó en comportarse como una empresa criminal. Nombramientos a dedo, cuotas politiqueras, ministros con prontuario, contratos asignados sin licitación y una Unidad de Gestión del Riesgo convertida en maquinaria para comprar votos en el Congreso. No fue un escándalo: fue una estructura organizada para delinquir, con actores en todos los niveles del poder.
¿Y los protagonistas? Benedetti, llamado a juicio; Sandra Ortiz, promotora de la consulta anticorrupción, ahora parte del engranaje corrupto; el exdirector de la Dian que denunció que lo querían convertir en tramitador de hojas de vida, con el sello de ‘Papá Pitufo’ y de congresistas, y las denuncias de Álvaro Leyva, que revelan un presidente rodeado de ilegalidad.
Nombramientos a dedo, cuotas politiqueras, ministros con prontuario, contratos asignados sin licitación y una Unidad de Gestión del Riesgo convertida en maquinaria para comprar votos en el Congreso
A este panorama se suma el descalabro del sistema de salud. Las decisiones ideológicas disfrazadas de técnica y, sobre todo, la corrupción han puesto en jaque la atención de millones de colombianos. Hospitales públicos entregados a dedo, contratos sin rigor técnico y una red de favores políticos disfrazados de reformas. Todo mientras los más pobres, que dependen exclusivamente del sistema, ven cómo se agravan las demoras, escasean los medicamentos y colapsan las urgencias.
En las regiones, el saqueo se volvió política pública. En Medellín, sobrecostos descarados en computadores, compra de terrenos inflados, jardinería contratada a empresas sin jardines y chatarrización a precios de burla. En Cali, contratos navideños fraudulentos. En Santa Marta, procesos por peculado. Y, en todo el país, un patrón: robar con impunidad mientras se predica la moral en tarima.
Esto no es una anécdota. Es un robo cínico a la democracia. Es la institucionalización de la cleptocracia. Es la conversión del Estado en botín de guerra.
Y, mientras tanto, la sociedad anestesiada, los medios fragmentados y el himno del “cambio” sonando de fondo como banda sonora de la estafa.
Solo queda una llama: la Corte Suprema de Justicia, el Consejo de Estado y la Corte Constitucional. Están llamadas, desde sus competencias, a frenar esta orgía de impunidad. Tienen la obligación histórica de impedir que una consulta popular, cocinada con los mismos ingredientes del clientelismo, legitime este asalto institucional. Si las cortes caen, lo único que nos quedará será ver –impotentes– cómo terminan de robárselo todo.
LUIS FELIPE HENAO