El caso de Venezuela nos recuerda amargamente lo que es una lección repetida de la historia universal: las dictaduras no caen solas, hay que tumbarlas a las malas, por la fuerza. La experiencia demuestra que para ello hay unas pocas vías: la insurrección popular, un golpe militar interno, el tiranicidio, una intervención militar externa. Para ejecutar cualquiera de estas opciones se requiere de un liderazgo audaz que canalice, guíe y conduzca el descontento y el odio del pueblo hacia la dictadura, y que capitalice el ansia de libertad de los oprimidos por la tiranía.
Pero la verdad es que ese tipo de liderazgo parece que no existe en Venezuela. Nadie desconoce la valentía y el arrojo personal de María Corina, así como la bonhomía y las buenas intenciones de Edmundo González, el presidente electo. Pero la valentía no es un método. Además de coraje, valentía y buenas intenciones, se requiere estrategia y táctica y un plan; y eso no se ve por ninguna parte. María Corina y Edmundo y los demás dirigentes de la oposición prendieron la mecha electoral y les fue muy bien; su victoria en las urnas fue larga e inapelable. La dictadura fue derrotada estruendosamente. Pero la sola mecha no genera una explosión: hizo falta la pólvora para derribar la dictadura, y eso no se vio por ninguna parte, porque no la había. No había una estrategia para el día después.
Candorosamente, los dirigentes opositores pensaron que la sola victoria electoral era suficiente para que la tiranía entregara el poder. Sorprendente candor, porque la dictadura ya había dado muchas muestras previas de no jugar limpio en el terreno electoral, de amañar elecciones, de restringir y anular las garantías para la oposición, de desconocer los resultados. Tan extrañamente sorprendida estaba la dirigencia opositora que al día siguiente del raponazo electoral de la dictadura, cuando el pueblo venezolano se tiró masivamente a las calles para defender los resultados de las urnas que les dieron la victoria, algunos líderes de la oposición no sabían qué hacer con esa decidida expresión de rebeldía popular, no la supieron conducir hacia ninguna parte, y algunos optaron por aconsejar a las multitudes regresar a sus casas y esperar a que los dictadores se les ablandara el corazón y respetaran los resultados de las urnas. Que, por tanto, lo mejor era rezar con mucha fe para que eso pasara. Luego de dos o tres manifestaciones que nada produjeron, la gente se desmotivó y dejó de salir masivamente.
Además de coraje, valentía y buenas intenciones, se requiere estrategia, táctica y un plan; y eso no se ve por ninguna parte.
La frustrada juramentación en Venezuela de Edmundo González el pasado 10 de enero, después de anunciarse a los cuatro vientos, dando a entender que se tenía una estrategia secreta, segura y eficaz para lograrlo, por supuesto que debió caer como un baldado de agua fría en el decaído ánimo de las bases opositoras. El valor de la palabra de la dirigencia opositora puede haberse devaluado peligrosamente.
Ante la sensación de sin salida interna que cunde entre la opinión, la propuesta de una intervención militar externa – que ya habíamos propuesto en esta columna-, la pone sobre la mesa el presidente Uribe. Aunque desde hace meses se viene rumorando sobre un golpe de mano contra la cúpula de la dictadura por parte de un grupo privado, esto es otra cosa. A mi manera de ver hay una vía en el ordenamiento jurídico internacional que haría posible aquella intervención. Insisto, al menos jurídicamente. Se trata de la figura conocida como “La Responsabilidad de Proteger”, adoptada como una norma mediante la Resolución 60/1 en la Asamblea General de las Naciones Unidas de 2005. Ella hace referencia a la obligación de los Estados de proteger a sus ciudadanos y a los ciudadanos de otros países de crímenes atroces, como el genocidio y otros crímenes de lesa humanidad como la tortura, etc.
La norma existe y una intervención militar internacional que evite que Maduro y sus secuaces sigan cometiendo crímenes de manera sistemática y masiva contra el pueblo venezolano, sería completamente legal. Se ha aplicado, por ejemplo, en Libia, donde la Otan fue clave para la caída del dictador Gadafi, y en Sudán. Pero la decisión es totalmente política y está en manos de las potencias militares y políticas de los países democráticos occidentales. ¿Quién le pone el cascabel al gato?