Actos y omisiones de órganos del poder público –aquí y en otras latitudes, inclusive en las grandes potencias–, así como las actitudes de las sociedades ante ellos, muestran que, con gran frecuencia, se pierden de vista la razón de ser, las finalidades y los límites de un Estado democrático.
El Estado –específicamente el democrático– es una forma de organización de una determinada sociedad, dentro de los límites de un territorio. Esa organización es titular de un poder autónomo, independiente, que propende al bien común y que, para cumplir su papel, necesita órganos investidos de la autoridad que les confiere el pueblo –titular de la soberanía–, en los términos de un estatuto fundamental denominado Constitución. En ella se consagran los valores que esa sociedad profesa y los postulados que busca realizar, así como las normas básicas del sistema al que se acoge.
En la democracia, ese poder, de origen popular, y las atribuciones de sus órganos no están concentrados sino distribuidos en ramas y órganos constituidos, entre los cuales debe existir equilibrio e independencia, con funciones separadas, sin perjuicio de la colaboración armónica, pues se trata de un sistema previsto en normas superiores, cuyo objeto común no es otro que la realización de los fines de la colectividad.
En lugar del interés general o de la satisfacción de necesidades colectivas, solo importan los objetivos políticos de cada tendencia.
Esa organización y ese ejercicio de poder y autoridad se justifican en cuanto sirvan efectivamente a los propósitos, necesidades y urgencias del interés general de la comunidad, a los derechos y garantías que merecen todos sus integrantes, no a las conveniencias personales, familiares, grupales o políticas de quienes desempeñan las funciones públicas, como ha acontecido muchas veces en la historia y sigue aconteciendo –infortunadamente–, desfigurando el papel estatal y distorsionando su objeto.
A título de ejemplos, cabe mencionar lo que ha ocurrido y sigue ocurriendo en Cuba, en Venezuela o en Nicaragua, países en que la democracia es tan solo una denominación teórica, pues solo importa el interés de los gobernantes, aunque predominan el hambre y la pobreza de la mayoría; las diarias masacres y el genocidio en Gaza; lo que pasa en España, en donde todo –inclusive una enorme tragedia como la riada de Valencia– se aprovecha en aras de un efecto político favorable al gobernante; lo que sucede en Argentina, en donde, a nombre de la libertad, se atropellan los derechos y las conquistas de trabajadores y pensionados; o en Estados Unidos, en donde el presidente Joe Biden termina su mandato confiriendo el indulto a su propio hijo.
En Colombia, la Constitución estipula, en su artículo 2, los fines del Estado social de derecho –servir a la comunidad, promover la prosperidad general, garantizar la efectividad de los principios, derechos y deberes, facilitar la participación de todos en las decisiones que los afectan y en la vida económica, política, istrativa y cultural de la Nación; defender la independencia nacional, mantener la integridad territorial y asegurar la convivencia pacífica y la vigencia de un orden justo–. Contempla la separación funcional, aunque el artículo 113 advierte que "los diferentes órganos del Estado tienen funciones separadas, pero colaboran armónicamente para la realización de sus fines".
Empero, hoy, debido a la polarización política, lo que menos hay en la diaria actividad del Estado es mutua colaboración. Así, por ejemplo, en materia legislativa, las relaciones entre Gobierno y Congreso, en vez del debate razonado, del diálogo y de la fundamentada exposición de ideas, giran alrededor de propósitos mediáticos y efectistas, a favor o en contra del Gobierno –sin que interesen los contenidos de sus propuestas–, y se ha entrado en una prematura campaña presidencial para 2026. En lugar del interés general o de la satisfacción de necesidades colectivas, solo importan los objetivos políticos de cada tendencia.