El 7 de agosto, a las 12 del día, la plaza de Bolívar ya estaba repleta de partidarios de Gustavo Petro Urrego, el ilustre hijo de Ciénaga de Oro, Córdoba, quien desde siempre se había propuesto llegar a ser presidente de la República. Ese día, en honor de quien finalmente veía cumplidos sus elevados anhelos y sus más grandes esperanzas, se levantó en la plaza de Bolívar de Bogotá un escenario muy particular. En la parte delantera del Capitolio Nacional instalaron dos grandes armazones blancos con las pantallas gigantes de televisión para que los asistentes pudieran ver la transmisión, pero que obstruían la vista completa de la importante edificación. Al mismo tiempo, sus sobrias columnas de piedra estaban tapadas, adornadas con ramas verdes.
Los numerosos invitados a la ceremonia oficial, entre ellos Felipe VI, rey de España, los presidentes de Argentina, Chile, Ecuador y Paraguay, y los demás delegados de naciones amigas, fueron acomodados en una plataforma especialmente preparada para la solemne ocasión. En el centro de la imponente Plaza Mayor de la capital de la República se encontraban el nuevo primer mandatario, Gustavo Petro, y el curtido presidente del Senado, Roy Barreras, quien con un sobrio y apropiado discurso hizo la presentación oficial del nuevo presidente de la república.
En líneas generales, cayó muy bien el discurso de posesión del nuevo presidente. El habitualmente belicoso excongresista comenzó a conquistar nuevos seguidores, porque mostró una muy bienvenida actitud conciliadora y propositiva. Como era obvio, no faltaron los críticos y los antagonistas. Las pugnaces y belicosas senadoras del Centro Democrático Paloma Valencia y María Fernanda Cabal fueron encargadas oficialmente para controvertir y descalificar la llegada de Petro a la presidencia de la república.
Durante la ceremonia oficial, y por causa de la polémica por la ausencia o la presencia de la espada de Simón Bolívar, seguramente los invitados se sorprendieron por el ‘encontrón’ que se dio entre el presidente entrante y su antecesor. Como se recuerda, el M-19, al que Petro perteneció, robó la espada del Libertador de la Quinta de Bolívar en enero de 1974, y Petro quiso tenerla a su lado en su posesión por su importancia simbólica, pero Duque se opuso y no autorizó sacarla de la Casa de Nariño. Como último acto de gobierno, no quería que por orden de Petro se desconocieran las facultades que seguía teniendo hasta la posesión de su sucesor.
En líneas generales, cayó muy bien el discurso de posesión del nuevo presidente. El habitualmente belicoso excongresista mostró una muy bienvenida actitud conciliadora y propositiva.
Durante el agitado cambio de mando, los invitados extranjeros pudieron apreciar la habilidad y la firmeza de Petro, frente a la debilidad y la flaqueza del presidente saliente. Pero ese mano a mano tan parroquial no nos deja muy bien parados como país. Por momentos y a veces con mucha frecuencia actuamos como los desorganizados ciudadanos del tercer mundo que somos, pero que en episodios como este nos muestran más bien como una república bananera.
Porque, aquí entre nos, fue muy tropical ese mudo rifirrafe entre el nuevo presidente y su antecesor, quien se despidió con un último gesto discordante, como el niño mimado que no presta su balón de fútbol cuando llega un compañerito que no le cae bien. Duque se va dejando obras que vale la pena reconocer, pero también deja un país con la corrupción rampante y muchas investigaciones inconclusas, como el escándalo del Mintic y Centros Poblados, y azotado por las mafias, el ‘clan del Golfo’, el Eln y una cadena de bandidos que asesinan a diario a valientes campesinos y líderes sociales.
Para Petro y su equipo, el camino no está despejado. Y ellos lo saben. Comienza es una era de repunte. Vamos a ver con qué sale este nuevo gobierno del cambio. Por lo pronto, no hay certezas, pero sí muchas esperanzas. La pregunta del millón es cómo le va a ir a la izquierda en esta primera oportunidad. Vamos a ver si hacen todo lo prometido. Ojalá lo logren, porque Colombia no puede darse el lujo de un nuevo fracaso. La esperanza es lo último que se pierde.
LUCY NIETO DE SAMPER