Esta semana vi la película sobre el artículo del New York Times con el cual se hizo una denuncia pública de los abusos que cometió Harvey Weinstein contra centenas de mujeres, por muchos años ignorados o “ayudados a manejar” por Miramax, la inmensa firma productora de cine y televisión. Es el artículo que abrió el camino para la condena judicial de Weinstein en Nueva York en 2020 y el proceso que continúa por abuso sexual y violación. Además del valor de las periodistas que lucharon para conseguir la evidencia que permitiría exponer y castigar ese horror, me impresionó mucho el miedo de las mujeres víctimas. La mayoría muy jóvenes cuando vivieron o fueron testigos de cosas que nadie debería tener que enfrentar nunca. Todas ellas, forzadas a cambiar de rumbo. A no hacer lo que querían hacer con sus vidas laborales. Todas, de una u otra manera, subyugadas por alguien/algo que era más poderoso que ellas.
El caso de Weinstein es icónico por lo horrible y porque gracias a su exposición global desencadenó millones de denuncias que han servido para visibilizar comportamientos malsanos, injustos y, con demasiada frecuencia criminales, normalizados en los espacios de trabajo en todas partes del mundo. Por primera vez las mujeres se han manifestado en bloque para condenar los abusos y exigir espacios en los que puedan sentirse protegidas. Una cantidad de mujeres furiosas, que se atreven a levantar la voz juntas. ¿Por qué están tan furiosas? Es para que las oigan, señores. Es porque un candidato contra el cual existe evidencia de abuso sexual fue elegido presidente de los Estados Unidos. Es porque la sociedad se afana en minimizar la responsabilidad de los abusos que cometen los hombres, sobre todo cuando ocupan posiciones de poder.
Al final, la conversación del abuso y el acoso sexual es también sobre las relaciones de poder entre las personas y por eso no sorprende que en posiciones de poder las mujeres puedan cometer abusos similares –vean Tar, donde Cate Blanchett interpreta a una poderosa directora de orquesta–. Lo que ocurre es que la historia milenaria es una de desbalance en contra de las mujeres. Por eso lo común es que el jefe, el profesor, el gobernante sea un hombre. Y por eso todavía hay que celebrar cuando ocurre lo contrario. Hay que celebrar cada espacio de poder que conquistan las mujeres como un paso hacia sociedades mejores, más equilibradas, y más justas. Y hay que reeducar a hombres y mujeres por igual, para que identifiquemos rápidamente los patrones de comportamiento que deben cambiar.
Al final, la conversación del abuso y el acoso sexual es también sobre las relaciones de poder entre las personas.
Es cierto que hay cambio generacional. Cosas que eran completamente normales hace muy poco han dejado de serlo. Enhorabuena. Se llama la evolución de las sociedades y de la especie humana. Hace solo 100 años que las mujeres comenzamos a tener derecho al voto en América Latina. En Colombia las mujeres votaron por primera vez en 1957. Así que, a despabilarse, señores. Los hombres de las nuevas generaciones lo tienen un poco más claro. Los de las generaciones anteriores tienen que aprender rápido. La jerarquía, en cualquier espacio, debe obligarlos a ser triplemente cuidadosos, porque les da un ascendiente sobre la estudiante, la secretaria, la subalterna, la aspirante a un cargo, que no deben aprovechar. Siempre que exista la posibilidad de imponer un castigo cuando una persona se niegue a aceptar un avance en el plano personal, ese avance está mal.
¿Y entre colegas o compañeros de clase? Aquí hay que tener cuidado para no confundir los espacios que permiten la amistad ni los acercamientos bienintencionados entre hombres y mujeres con instancias en las que se cruza una línea que no se debe cruzar. La línea es tenue, pero generalmente sabemos. Y, en cualquier caso, por un tiempo, mientras se balancea mejor la cancha, hay que estar atentos para oír y atender a lo que dicen las mujeres. Ella dijo se llama la película sobre el caso Weinstein. Se la recomiendo.
MARCELA MELÉNDEZ