Así se titula la famosa conferencia que dictó Amartya Sen, el economista indio que años más tarde ganaría el premio Nobel por sus contribuciones a la economía del bienestar, en la Universidad de Stanford en 1979. Se trata de una conferencia que afectó el curso de la conversación global sobre la igualdad entre académicos, políticos y hacedores de política pública.
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Sen introdujo el concepto de igualdad en “capacidades básicas” –de moverse, alimentarse, vestirse, sentirse protegido, ser parte de una comunidad y elegir, con un buen margen de libertad, la vida que se quiere tener y se puede valorar–. Capacidades, entendidas como las oportunidades que todos deberíamos tener garantizadas, de manera que la diferencia, al final, esté determinada por nuestro talento y nuestras decisiones, y no por circunstancias de nuestra vida sobre las que no tuvimos control. Qué tantos años de educación completaron nuestros padres, nuestro color de piel o en qué localidad nacimos, por ejemplo, son cosas que no determinarían el curso de nuestra vida en una sociedad igualitaria.
Imagínense a todos los niños de Colombia teniendo asegurado a guarderías, colegios y universidades de la misma calidad sin que importe si sus familias son ricas o pobres.
La conversación sobre la igualdad en América Latina y el Caribe está muy ideologizada. La izquierda se abraza a la idea de que es necesario repartir de manera más equitativa la torta –la igualdad de “resultados”– y tilda de derecha neoliberal toda reticencia a redistribuir. La derecha, tal vez estaría dispuesta a aportar para aplanar la cancha, pero se siente amenazada por la posibilidad de ser expropiada, y la izquierda pierde la oportunidad de lograr un consenso para algo vital y más difícil que igualar los resultados, que es borrar a través de buenas intervenciones desde todos los niveles de gobierno y de buena política las desigualdades que tienen origen en distintas circunstancias en el momento de nacer. El problema con la igualdad de oportunidades es que es tremendamente difícil de producir, y más cuando las sociedades dan vueltas en círculo, sin dimensionar el costo que representa posponer las inversiones necesarias. Imagínense a todos los niños de Colombia teniendo asegurado a guarderías, colegios y universidades de la misma calidad sin que importe si sus familias son ricas o pobres. Imagínense la potencia que podría ser ese país futuro para generar crecimiento productivo y bienestar.
¿Por qué comenzar el año con este tema? Hace más de una década lideré con Armando Montenegro una Misión de Equidad y Movilidad Social por invitación del gobierno de turno, que reunió muchas cabezas y produjo análisis temáticos y recomendaciones de política para transformar a la sociedad colombiana. Es doloroso revisitar este trabajo, publicado como un libro, con la distancia del tiempo, por la vigencia de los diagnósticos y la inmovilidad, en la mayoría de los frentes, de la política pública. Hay que seguir hablando de esto porque no hemos hecho mayor cosa al respecto y es necesario que una proporción más grande de la sociedad se involucre en la conversación. Se necesita quorum para tramitar los cambios.
No se cae en la pobreza por falta de esfuerzo y no se logra un buen enganche en el mercado laboral ni amasar una fortuna, salvo en casos muy excepcionales, solo por cuestión de mérito. En sociedades como las nuestras, los logros a lo largo de la vida tienen una relación mucho más alta que en otras latitudes con quiénes son nuestros padres y el círculo al que pertenecemos. La desigualdad y el nivel de bienestar se transmiten entre generaciones.
Ojalá el 2023 sea el año de vincular el orgullo patrio a los pasos que se den para mejorar realmente las oportunidades de los más desaventajados y que haya un sentimiento compartido de vergüenza nacional con cada decisión que nos lleve en la dirección contraria. Que esta lucha encuentre una sociedad unida mirando en la misma dirección, al menos en esto, que parece tan obvio.
MARCELA MELÉNDEZ