“Todo lo que cambias te cambia. La única verdad duradera es el cambio. Dios es cambio”. Es un fragmento del Libro de los vivos, el texto religioso ficticio que crea Lauren Olamina, la protagonista de La parábola del sembrador, una novela de ciencia ficción que hace años me acompaña, escrita por la maravillosa Octavia Butler.
Los cambios temidos, los deseados, los necesarios, los inevitables. Los cambios grandes y los imperceptibles. Los cambios lentos y los que nos atropellan. En todos los cambios hay oportunidad. Lo pienso a nivel personal, pero también más ampliamente. Estamos cerrando un año increíblemente complicado, en el que la guerra le puso freno a la recuperación de la pandemia. También un año de grandes cambios para la región. Los nuevos gobiernos de izquierda no terminan aún de acomodarse. Grupos de la población históricamente invisibilizados se sienten por fin representados. Estamos en medio de ese cambio, que a unos nos ilusiona y a otros nos da temor. Ese cambio que puede ser increíblemente transformador para bien o puede ser nada –otra nube de humo–.
En todos los cambios hay oportunidad y un sentimiento de anticipación sobre lo que sigue. Es en los momentos de cambio cuando más palpable es nuestra humanidad —la fragilidad desde la que enfrentamos lo nuevo, esa que a veces nos hace aferrarnos con obstinación a lo conocido, a lo cotidiano, y rechazar todo lo que pueda obligarnos a cuestionar nuestra forma de hacer las cosas o hacernos dudar de nuestras convicciones. Tal vez por eso es que me gusta tanto Octavia Butler: cuando Dios es el cambio, la única posibilidad de supervivencia que queda es adaptarse. Abrazar el cambio, para hacer de él lo mejor posible.
Bendita sea la capacidad de tomar control sobre la forma en que recibimos lo nuevo, lo inesperado, lo distinto, o de hacerlo suceder.
Ojalá 2023 nos traiga esa flexibilidad de mente y espíritu para encontrar entre todos rutas sobre las que podamos construir sociedades mejores. Que habitemos, no en la incertidumbre del cambio, sino en el reconocimiento de que hay cambios necesarios que potencialmente nos benefician a todos y que la pregunta, más bien, es cómo ayudar a darles forma y posibilitarlos para que se construya sobre lo construido y se pueda cambiar para bien lo que hasta ahora no nos ha funcionado. Cómo poner nuestro grano de arena para sumarnos al cambio, aunque esto signifique salir de nuestra zona de comodidad habitual. Cómo sacudirnos y reconocer la legitimidad de las demandas mayoritarias por una sociedad más justa, más generosa y más próspera para todos. Y ayudar a tramitarlas.
Todo lo que cambias te cambia. Escribo mi última columna de este año invadida por un sentimiento de nostalgia y anticipación y con la adrenalina que da la posibilidad de enfrentar nuevos retos. El 2023 será para mí, una vez más, un año de cambios en lo profesional y en lo personal. Cambios que significan la posibilidad de acercarme físicamente a personas que estimo y quiero, y también alejarme de otras. La necesidad de abrazar la idea de que todo sigue su curso, con o sin uno, incluida la vida de otros con la que la nuestra ha estado o está entrelazada. Cambios que obligan también a un balance necesario sobre lo que estuvo bien y lo que hubiera querido hacerse distinto. Ese balance que permite también pellizcarse para revalorar la cotidianidad en toda su maravilla y rescatar las pequeñas alegrías –tanta cosa que disfrutamos sin darnos cuenta y que emerge en toda su importancia cuando va a perderse–. El final de cada año se presta para este tipo de introspecciones que permiten, entre otras cosas, decidir lo que queremos cambiar en nosotros mismos y en los espacios que podemos afectar.
Bienvenido sea el cambio, que significa permanecer en movimiento, y bendita sea la capacidad de tomar control sobre la forma en que recibimos lo nuevo, lo inesperado, lo distinto, o de hacerlo suceder. Bendito sea ese margen de libertad que nos dan la cabeza y el corazón humanos.
MARCELA MELÉNDEZ