Hace muchos años, cuando mi papá todavía vivía, cuando yo era joven y pensaba que lo sería para siempre, tuve una revelación. Estábamos en el comedor del apartamento que compartía con él, quien solía invitar personas a casa. A comer, a desayunar, a tomarse un trago, un café. Yo siempre he sido alguien que solo sabe estar a gusto en relaciones cercanas. Entre menos gente hay alrededor, mejor. Y no es que sea huraña, he tenido amistades de décadas, pero son amistades de a uno en uno. Las reuniones de seis o diez me ponen un poco nerviosa. Pero eso entonces no lo sabía. Me creía afortunada de ser joven, pues no podía extrañar lo que nunca había tenido.
Lo que sí sabía ese día de vísperas de Navidad era que me molestaba compartir la mesa con el invitado de turno, un hombre unos diez años menor que papá que envejecía con el garbo y la elegancia de quien fue sin duda muy atractivo e iba entrando en una lucha a muerte con el comienzo de su vejez. Pero eso yo no lo veía ese día. Veía las manecillas del reloj, me preguntaba a qué hora podría levantarme de la mesa para encontrarme con mis amigos, veía las patas de gallina de ambos, sus ojeras, su esfuerzo por hacer de este encuentro un acontecimiento inolvidable con más pena que iración.
Me aburría frente a un plato de sopa mientras me preguntaba si habría postre cuando el invitado soltó: “Cuando uno por fin entiende de qué se trata la vida, cuando al fin descubre quién es y qué quiere, ya se le está acabando el tiempo. ¿No es eso cruel?”. Han pasado más de veinte años desde entonces y, finalmente, pienso que ese hombre, quien quizá ya murió (mi padre falleció un par de años después de este almuerzo), tenía mucha razón.
Toma tiempo llegar a comprender que somos uno solo y tantos. Tantos que nos distraen de la identidad que queremos privilegiar sobre las otras, tantos que nos ensordecen con su algarabía mientras las horas pasan. Está la que quiere quedarse en la fiesta, la que prefiere madrugar y la que desearía encerrarse a leer un libro. Entonces el esfuerzo es poner a esa multitud de acuerdo sin llegar realmente a entender cuál es la voz propia, la de una misma.
En mi caso, he llegado a la conclusión de que soy al menos tres. Por un lado, la niña, la que a veces vuelve en sueños, vigorosa, intuitiva. Luego está la social, o la asocial, más bien, esa que les prepara el desayuno a los niños antes de llevarlos al colegio, la que debe preparar la clase del martes próximo, la que está atrasada con el trabajo que se comprometió a entregar, que vive atenta al reloj y al calendario.
Por último, está la tercera. Y la definitiva. Se trata de la que intenta ser creativa, esa que oscila entre las dos primeras luchando por abrirse espacio: la tejedora de palabras que busca abrirse campo entre las manecillas del reloj. Es a esa, la que un lunes decide hacer una jarra de café a las nueve de la noche para avanzar en el relato que está escribiendo, a quien más y más busco abrirle territorio espacio entre la servidumbre de las horas y las limitaciones de la rutina.
Pero qué difícil resulta a menudo priorizarla a ella, darle el espacio que se merece, convertirla en protagonista del día a día. Más aun cuando la vida adulta se va vistiendo más y más de obligaciones ordinarias, siempre con la apariencia de ser ineludibles. Cuando me faltan las fuerzas, cuando pierdo la esperanza en mi trabajo, cuando me siento frustrada, recuerdo las palabras del invitado de papá. Ahora que veo las luces de diciembre reitero el deseo de procurar una relación amable, franca y colaborativa entre todas las que soy, en función de esa que he elegido para liderar a la manada. Quizá entonces consiga, cuando me acerque al ocaso de mi vida, sentirme satisfecha con el camino andado. Ojalá a ustedes les pase lo mismo. Para no estar sintiendo que la muerte ha de llegar justo cuando por fin la estamos pasando bueno.
MELBA ESCOBAR
En X: @melbaes