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Opinión

Oráculo manual

He armando a tientas el rompecabezas de lo contenido en mi teléfono como si el universo entero reverberara allí.

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La semana pasada conté aquí cómo fui despojado, en un trance berlinés del que por fin estoy saliendo airoso, de mi teléfono celular, en el cual tenía depositada y encerrada, como en el cuento de la famosa lámpara de Aladino y el genio que vive en ella, mi vida entera, que ahora me va volviendo a pedazos a ver si la puedo reconstruir de alguna manera: esta clave aquí, este número de verificación allá, este correo para confirmar mi identidad, y así.
(Le puede interesar: ¿Libre soy?).
Pensé que todo iba a ser más difícil porque al principio era como un delirio kafkiano en el que cada nuevo dato que me llegaba para rescatar mis cosas implicaba tener a ese mismo dispositivo ahora desaparecido y quién sabe en manos de quién, ojalá alguien que lo necesite más que yo. La paradoja era evidente, como lo conté aquí hace ocho días: sin el celular que me robaron me quedaba imposible recuperar la información que había en él.
Ya de regreso al país, y gracias a los buenos oficios de almas caritativas y generosas, he podido ir armando a tientas el rompecabezas de todo lo que llevaba en el bolsillo, contenido en mi teléfono como si el universo entero reverberara allí, y sí, de eso se trata, mientras le vamos vendiendo el alma a esa especie de diablo tiránico y sonriente, uno sin cuyo concurso ya no podemos hacer casi nada en esta vida en la que nos la pasamos demostrando que no somos robots.
Pero en fin: todo me ha ido volviendo, a veces incluso sin saberse cómo, de manera inescrutable y milagrosa: fotos o videos que pensé que ya no vería jamás, nombres y teléfonos que había dado por perdidos para siempre porque nunca hice una copia de seguridad. Anoche, en un verdadero acto de magia, recuperé la totalidad de mis os, como si de verdad me hubieran llovido de esa nube que creí que me había abandonado sin poderla atrapar.
Esa orfandad sin consuelo la compenso con la idea de que los vivos, los que nos quedamos, somos la copia de seguridad de los que ya no están.
Lo que se me borró para siempre, y eso sí me duele en el alma, son todos los mensajes que tenía antes en mi WhatsApp, entre ellos los de gente a la que adoro y añoro y que se me ha ido muriendo en los últimos años, un hecho devastador –no recuerdo si ya había escrito antes aquí sobre eso– que para mí ha sido la entrada inapelable a la edad adulta, la revelación de que estoy en ella con todas sus consecuencias brutales e irremediables.
Llegar a la adultez no es sino eso, que a uno se le empiecen a morir los amigos. A mí eso no me había ocurrido jamás, hasta hace unos años cuando inició esa procesión en la que me ha tocado ver cómo se vacía el mundo, mi mundo. Así despedí a Mauricio Gómez Escobar, al ciudadano Álvaro Pablo Ortiz, a Raschid Römhild, a Alfonso Noguera Arias, a María Eugenia Carreño de Llorente: digo sus nombres y sé que no me repondré jamás de su ausencia.
De todos ellos, no sé si a ustedes les pase lo mismo, yo atesoraba los mensajes que me habían enviado por WhatsApp, incluso los de audio que en el resto de los casos (los de los vivos, digamos) me parecen abominables salvo excepciones, pero aquí eran como una invocación inmediata y benéfica: la posibilidad de volver a tenerlos cerca aunque fuera así, en esa suerte de sesión espiritista privada y a la mano.
¿Cuánto habrían dado nuestros antepasados por tener la posibilidad de volver a conectarse, de una forma más vívida, valga la expresión, con sus muertos? Nosotros la tenemos sin darnos casi cuenta y sin buscarla, porque los servicios de mensajería no están para eso, obvio que no, y sin embargo descubrí que ese era quizás el único tesoro verdadero de mi teléfono perdido: el único que ya no voy a poder recuperar de ninguna manera.
Esa orfandad sin consuelo la compenso con la idea de que los vivos, los que nos quedamos, somos la copia de seguridad de los que ya no están. Su voz se nos va perdiendo, sí, pero su recuerdo jamás.

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