En algún momento de Rebelión en la granja, la profética fábula de George Orwell sobre la locura y las miserias del poder –tranquilos: no voy a hablar de eso que ya sé que aquí es redundante–, dice uno de sus personajes que todos en esa sociedad son iguales, como reza el principio sacrosanto y mentiroso de la democracia, y le responde otro con cinismo y desparpajo: "Sí, pero es que hay unos que son más iguales que otros".
Eso mismo, pero al revés, puede decirse de las personas y los sitios, las cosas y los seres que pueblan este mundo y que casi siempre parecen ser únicos, y sin duda lo son, pero hay algunos de ellos que exhiben esa condición de forma mucho más resuelta y evidente, como si la rareza y la excepción fueran su destino y su razón de ser, la clave que los explica y les da sentido. Todos somos distintos, claro que sí, pero hay unos que son más distintos que otros.
Pienso por ejemplo en las ciudades, cuyos hijos y habitantes suelen creer eso con toda la razón y muchas veces con orgullo y empecinamiento: que solo allí pasan ciertas cosas, que no hay en el mundo un lugar igual. Pero hay ciudades en las que esa creencia universal e irrefutable va más allá de la ilusión y el apego, la costumbre, la circunstancia de haber estado toda la vida en el mismo sitio sin poder comparar sus delirios con los de todos los demás.
Todas las ciudades son únicas pero hay unas que son más únicas que otras, y entre ellas, me perdonarán el rapto patriótico y sentimental, no creo que haya ninguna que le llegue ni a los tobillos a Popayán, esa especie de Macondo de tierra templada que es a la vez la capital mundial de los apodos y de la Semana Santa, con perdón de los sevillanos, pero es que allá los cargueros nunca se tuvieron que subir el capirote para evitar que se fugaran.
Lo que me interesa es señalar la rareza absoluta de Popayán, su condición excepcional y desorbitada que está presente en sus personajes.
Dice la leyenda, aunque yo soy un absoluto profano en la materia, que los cargueros de las procesiones de Popayán van con la cara descubierta desde que una noche del siglo XIX el general Obando, que se había levantado contra el gobierno, como siempre, iba incógnito en el paso de la Virgen de los dolores (iba "oscuro bajo la solitaria noche", como dice Virgilio en La Eneida) y logró escapárseles a sus enemigos antes de entrar al templo de San Agustín.
Pero en fin, esta es solo una digresión. Lo que me interesa es señalar la rareza absoluta de Popayán, su condición excepcional y desorbitada que está presente en sus personajes sin igual, sus gracejos y su repentismo, su historia desgarrada y conflictiva, los sobrenombres que sus habitantes se regalan a manos llenas con un talento insuperable, a un tipo que conocí le decían 'helicóptero' y la razón era lapidaria y feliz: "porque adonde llega levanta polvo".
Pero lo que acaba de pasar en Popayán, incluso para sus estándares, es un suceso memorable y surreal, el mejor resumen de su naturaleza a través de los tiempos, como si el guión de la ciudad, en cuya plaza central está enterrado Don Quijote de la Mancha, también es cierto, lo hubieran escrito a varias manos Fellini y Almodóvar, Benny Hill y Salvador Dalí. Y sin embargo, ninguna ficción supera allí a la realidad.
Resulta que un gran economista popayanejo y payanés, que no es lo mismo, profesor de la Universidad, un tipo brillante, Juan Manuel Paz Otero, decidió hacerse la eutanasia para cortar de tajo con sus males y su depresión. Pero en vez de echarse a la pena, organizó su propio funeral grandioso y festivo, acompañado por sus hijas y sus amigos, con música, poemas, presidido por él que así se fue de este mundo entre vítores y aplausos.
Y lo mejor: al terminar el evento, cual si fuera una boda, el muerto nonato lanzó al aire su ramo de flores para ver quién sigue después.
Solo allí, les digo. Solo en Popayán.