Hace tres décadas, en abril de 1992, el embajador de Colombia en Francia era Álvaro Gómez Hurtado. Al mismo tiempo, gracias a una beca del Gobierno holandés, yo tomaba un curso de diseño gráfico en La Haya, y viajaba con cierta frecuencia a la capital sa, donde sostuve largas e interesantes conversaciones con el antiguo director de El Siglo.
En esa época, sin internet ni teléfonos celulares, el mundo se movía a un ritmo muy lento y la información proveniente de nuestro país llegaba con un retraso considerable al Viejo Continente. Así las cosas, en aquellos memorables encuentros, Gómez Hurtado me ponía al tanto de la actualidad nacional. Recuerdo perfectamente que al final de una mañana gris, mientras caminábamos por los corredores amplios y oscuros de la sede diplomática, el embajador me contó sin más ni más que Alejandro Obregón había muerto, noticia que a él le pareció deplorable y que a mí me causó un gran impacto.
No tuve el privilegio de conocer al Maestro, pero jamás he dejado de asombrarme con sus óleos, acrílicos y dibujos en exposiciones, libros de arte y documentales, y me deleito siempre al contemplar la fuerza de sus grandes trazos y el colorido de sus obras.
No voy a hablar aquí de la impronta que dejó Obregón en la historia del arte colombiano, ni me voy a referir a los numerosos premios que obtuvo a lo largo de sus 71 años de vida, ni voy a mencionar la sólida formación que adquirió en Estados Unidos y Europa ni diré nada de la destreza con la que alternaba su disciplina y su pasión por la pintura con su hiperactiva vida bohemia.
Obregón fue un defensor del medio ambiente, mucho antes de que la ecología se usara como gancho para ganar seguidores en redes sociales.
Y aunque podría extenderme hablando de sus pinturas con profundos mensajes políticos –que las tuvo–, prefiero abordar así sea tangencialmente otro tema, muy ligado hoy en día a la agenda política, pero de una mayor trascendencia: la ecología.
Uno de los grandes méritos de Obregón fue su preocupación por los recursos naturales del país. Más allá de sus infinitas e innegables virtudes plásticas, él fue un abanderado de las causas medioambientales, mucho antes de que la ecología se volviera una causa de alcance mundial o de que se adoptara como una postura para ganar seguidores en redes sociales.
De hecho, como lo recuerda Catalina Obregón, nieta del pintor, “una de sus series más impactantes es Desastre en la Ciénaga (1980), un conjunto de 30 pinturas en acrílico, donde expresa su indignación por el deterioro que tuvo la Ciénaga Grande de Santa Marta, consecuencia de la construcción de la carretera de Ciénaga-Barranquilla, en los años 80, lo que interrumpió los flujos de agua dulce y salada, causando la mortandad de peces y de los manglares”. Catalina también nos recuerda que “otra de sus series es la Amazonía (1986), donde manifestó su preocupación por la preservación y protección de esta región del país, que lo inspiró con su riqueza y exuberancia”.
Desde luego, tratándose de un artista tan colosal y prolífico, son muchas y variadas las facetas desde las cuales se le puede recordar. Y son abundantes las publicaciones periodísticas y bibliográficas dedicadas a su obra, como el libro Alejandro Obregón de la A a la Z, que acaba de publicar en una edición personal y limitada su amigo y cómplice, el periodista cultural Fausto Panesso. Este volumen recopila en orden alfabético gran cantidad de reflexiones, anécdotas y testimonios extraídos de esa conversación que el cronista y el pintor sostuvieron durante 25 años, y que nos permiten asomarnos a rincones poco conocidos de la vida del artista.
Y aunque nunca habrá suficiente espacio para hablar de una figura como Alejandro Obregón, siempre habrá un buen motivo –como el mencionado libro, por ejemplo– para repasar la genialidad de este catalán caribeño que le sigue dando gloria a Colombia.
VLADDO