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La historia del místico y solitario consultor de la Academia Colombiana de la Lengua
El profesor Cleóbulo Sabogal lleva 25 años en la institución. Vive rodeado de diccionarios y se considera un soltero feliz.
Cleóbulo Sabogal, 25 años trabajando como consultor para el buen uso de la lengua Foto: Ricardo Rondón

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Quien no lo haya visto de cuerpo presente, se lo imaginará de aspecto huraño, poblado de canas, el rostro cetrino surcado de arrugas, ojillos inquisitivos de roedor de biblioteca, protegidos por unos anteojos gruesos como culos de botella, apoltronado en su oficina en medio de arrumes de mamotretos, incunables y periódicos amarillentos, picados por el tenebroso ácaro de la sarna; retrato sombrío similar al del recordado Godofredo Cínico Caspa de Jaime Garzón, pero no…
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En la puerta de su oficina, a la que se llega luego de atravesar un entapetado y melancólico vestíbulo, hay una inscripción que dice: Sala Rafael Maya. Oficina de información. Comisión de vocabulario técnico.
Íngrimo en ese amplio salón, el profesor Sabogal lleva 25 años como consultor del buen uso del castellano para Colombia, rodeado de más de 40 diccionarios, de remotos tiempos y actualizados, dispuestos en los dos escritorios que franquean su despacho.
Cleóbulo Sabogal en su despacho Foto:Ricardo Rondón
La obsesión por los diccionarios del profesor Sabogal, se remite a su infancia, en Cunday (Tolima), cuando llegó a sus manos el Pequeño Larousse, que exigía la lista de útiles escolares, y de ahí en adelante en el Seminario Mayor de la capital tolimense que le concedió el título de bachiller.
Embebido por la belleza inalcanzable de las potestades celestiales y la quintaesencia de la fe católica, y aterrorizado ante los pecados del mundo y las trémulas debilidades de la carne, entre relicarios y devocionarios, cursos de latín y griego, y Las Confesiones, de San Agustín de Hipona, el buen Cleóbulo, con todos los ardores de la adolescencia, soñó lucir los ornamentos sacerdotales y cursó la carrera completa en el Seminario Mayor de Ibagué.
Si no se ordenó, como lo instruye y legitima la Iglesia, fue porque cuando prestaba sus labores, ya con ministerios en la parroquia del municipio tolimense de Santa Isabel, muy a su pesar se dio cuenta de que la del sacerdocio no era su vocación.
Custodio del idioma
El profesor Sabogal es el encargado de dilucidar y responder a cualquier tipo de dudas relacionadas con la lengua castellana, de profesionales de diferentes áreas: abogados, catedráticos, publicistas, correctores de estilo, señoras de entre casa empeñadas en embolatar el tedio llenando crucigramas, y vaya paradoja, muy de vez en cuando, uno que otro periodista o comunicador social.
Sabogal se duele de cómo se maltrata el idioma, sobre todo en los medios de comunicación. Dice, que de las más de 500.000 palabras que en promedio ostenta el castellano, un colombiano raso -que puede ser un cargaladrillos-, no alcanza a manejar cinco mil.
“Hay considerable descuido y negligencia en el uso de la palabra. Las alocuciones en radio y televisión, sobre todo en las secciones de entretenimiento y farándula, están plagadas de yerros. Ni hablar de periódicos y otras publicaciones, la mayoría empedradas de errores”, añade Sabogal Cárdenas.
La generación de ahora no habla, garrapatea en su pantalla para comunicarse por wasap o por correo electrónico.
Parte de ese descuido, aduce el filósofo y lingüista, tiene que ver con que no hay el mismo rigor de enseñanza de gramática y ortografía de otros tiempos: “Ya no se exige en los colegios la Gramática de don Andrés Bello, o la Gramática Latina de Rufino José Cuervo y Miguel Antonio Caro. Menos el Tratado de Ortología y Ortografía, de José Manuel Marroquín. A la gente ya no le importa hablar bien, sino que se le entienda”, agrega el experto.
Tercio entonces para compartirle al consultor de la Academia Colombiana de la Lengua las reflexiones del escritor vallecaucano Gustavo Álvarez Gardeazábal, a propósito del despiadado maltrato que se le da en estos tiempos al idioma que heredamos de Castilla, en el hablar cotidiano, ni se diga en las redes sociales:
“(…) El idioma español tiene cerca de 500.000 palabras. En el libro Don Quijote, Cervantes usó 22.939 palabras diferentes. En una conversación entre dos profesionales pensionados se usan más de 3.200 palabras. Una canción de reguetón tiene, en promedio, 30 palabras. La mayoría de los jóvenes de la actual generación se comunican con 300 palabras (de estas, 78 son groserías y 37 emoticones). Ya se pueden imaginar el nivel de comprensión de lectura y pensamiento crítico que poseen.
Cleóbulo Sabogal Foto:Cleóbulo Sabogal
Hace unos días, en una sala de espera de un aeropuerto, tuve que oír una charla entre dos milenials, bien vestidos y arrogantes (al subirme al avión vi que iban en primera clase), y en veintidós minutos de espera dijeron 138 veces entre los dos marica y huevón como estribillos de un vallenato mal cantado (…)”.
Me afianzo en la reflexión de Gardeazábal para indagarle al maestro Sabogal sobre las nuevas jergas que imponen los jóvenes. Tomo aire para soltarle un terminacho que al ortógrafo en cuestión le podría incendiar las mejillas.
¿Sabía usted, profesor, que la muchachada toma por abreviatura de gonorrea -con la que a diario se tratan-, el terminacho nea?
¿Vamos de mal en peor en el inadecuado uso del lenguaje?
¿Sigue siendo Bogotá la ciudad donde mejor se habla el español, dicho por los mismos españoles?
¿Son más notorias hoy en día las faltas de ortografía que antes?
¿Con la impetuosa evolución con que viene trascendido la inteligencia artificial, ¿cree que los correctores de estilo estarían en riesgo de desaparecer?
¿Leería una novela procesada por inteligencia artificial?
¿Tampoco confía en el chat GPT de corrección?
¿Qué libros de interés general recomienda para no cometer esas faltas de ortografía tan frecuentes?
De los más de cuarenta diccionarios que tiene en su biblioteca y maneja en su escritorio, ¿qué nuevas adquisiciones ha hecho?
Sabogal recibe en su escritorio un promedio de cuarenta consultas telefónicas diarias, y por correo electrónico, no más de veinte. No lee otro asunto que no tenga que ver con el lenguaje en todos sus niveles. Para él no hay palabras bonitas o feas. “Para mí las palabras son significativas, dicientes, pero no más. Tengo que reconocer que me disgustan las palabrotas, es decir, las groserías”.
Cleóbulo Sabogal con uno de sus diccionarios más preciados, de María Moliner Foto:Ricardo Rondón
Para redondear ganancias, el profesor Cleóbulo Sabogal dicta clases particulares a estudiantes y profesionales, talleres de redacción, gramática y ortografía en las altas cortes y en el Consejo de Estado, esto, para ahorrar e invertir en lo que ha sido su pasión y entrega de toda la vida: diccionarios y manuales de lenguaje que, en su caso, es lo que más le demanda dinero desde su condición de feliz soltero cincuentón , que no fuma, no bebe, no trasnocha, y los domingos y fiestas de guardar los divide entre lecturas eucarísticas en algunos templos de Bogotá, amén de almuerzos y onces con sus adorables tías, o en la casa de su mejor amiga, Clara Lucía Delgado, quien fue discípula suya en la Universidad Javeriana.
Cervantes
A mediodía, no falta el amigo o la amiga que lo invite a almorzar con una copa de vino por cuenta de don Miguel de Cervantes Saavedra, o de algunos de la pléyade de doctos y eruditos del castellano que abundan en óleos y fotografías en su oficina, con el friso de la Literatura Colombiana, del maestro Luis Alberto Acuña, como telón de fondo.
En esas solemnes paredes, aparecen entre otros: el padre Félix Restrepo, a quien se debe el edificio de estilo neoclásico de la Academia Colombiana de la Lengua, diseñado por el arquitecto español Alfredo Rodríguez Ordaz, que empezó a construirse a mediados de los años 50 y fue terminado a comienzos de los 60.
Un retrato al óleo de don Hernando Domínguez Camargo, de los más representativos del parnaso de la Nueva Granada. Otro del venezolano Andrés Bello, junto con Elio Antonio de Nebrija, autor de la Primera Gramática del Español; uno más de Monseñor José Telésforo Paul, miembro de la Academia Colombia de la Lengua, y por supuesto, el del gran Cervantes en tintilla, que un letrado de entreguerras trajo de España en el siglo antepasado, como de la Madre Patria el imponente bronce de don Juan de Ávalos, que custodia la entrada del edificio.
Son las cinco de la tarde y el profesor Cleóbulo Sabogal Cárdenas se despoja de sus cubre mangas de cajero de banco, porque es hora de partir. Se perfila, se pone el saco, y ajusta con parsimonia el nudo Windsor de su corbata. De la solapa pende una medalla del Espíritu Santo.
¿Siempre lleva ahí esa medallita?
¿Por agüero?
Cruzamos el vestíbulo que conecta con las escaleras que conducen al primer piso donde está el paraninfo.
En el antepecho de la Academia Colombiana de la Lengua, justo al borde de la estatua de don Miguel Antonio Caro, Sabogal cruza unas palabras con el señor Uñate, su hombre de confianza, funcionario que tiene a cargo las llaves y la vigilancia del recinto sagrado del idioma, el mismo que con los años le transmitirá a sus nietos que fue compañero y amigo de aquel hombre, silente y solitario, que nunca se apenó del nombre griego que con orgullo lo bautizaron sus padres, y que por encima de todas las riquezas y tentaciones terrenales, amaba los diccionarios.
De salida, aprovecho para tomarle una última fotografía al lado de la estatua de don Miguel Antonio Caro.
- ¿Usted por qué me toma tantas fotografías?, ¿es que va a hacer un álbum conmigo?-, espeta el académico como mirando a un bicho raro.
-Maestro, usted es todo un personaje. Mis respetos-, concluyo.
Mesa en el despacho con fotografías religiosas Foto:Ricardo Rondón
De tintillas y tinteros
¿Cómo han sido las relaciones con sus padres a partir del nombre con que lo bautizaron?
¿Por ese nombre fue que decidió en su juventud seguir los caminos del sacerdocio?
¿Qué lo motivó entonces?
¿Tiene un diario donde cuenta esta vida y la otra al servicio de Dios?
Pero con diez años de encierro monástico debe tener muchas cosas que contar...
Cuando se observa al espejo, ¿no le da la leve impresión de que está tomando la sospechosa curvatura de una interrogación?
¿En instantes neuróticos lo asaltan tempestades de tildes, apóstrofos y comas?
¿Es usted un obsesionado de la letra H?
¿Cuál es para usted la letra más sensual del alfabeto?
¿Tiene alguna aversión contra la Ñ?
¿Por cuál signo de puntuación siente más simpatía?
¿Cuál es el diccionario en español más confiable en este momento?
¿Sigue consultando a María Moliner?
¿Los colombianos somos unos malhablados?
¿Tiene por afición cazar gazapos como en su momento lo hizo el profesor Roberto Cadavid Misas, el recordado Argos?
¿Cuál es la palabra más extraña que conoce?
¿Cuál es el verbo que más conjuga?
¿Y del que más rehúye?
¿Es usted un artículo de fe?
¿Qué pecados puede tener un hombre aparentemente puro como usted?
¿Lo conmueven las diéresis?
¿A qué sabe una lengua muerta?
¿Cuál es su pesadilla más frecuente?, ¿acaso la mala ortografía?
¿Entonces, cómo se dice, profesor?
¿Y usted es un verdugo implacable de los cacógrafos?
¿Cuál es el antónimo de cacógrafo?
RICARDO RONDÓN CHAMORRO
ESPECIAL PARA EL TIEMPO
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