En este portal utilizamos datos de navegación / cookies propias y de terceros para gestionar el portal, elaborar información estadística, optimizar la funcionalidad del sitio y mostrar publicidad relacionada con sus preferencias a través del análisis de la navegación. Si continúa navegando, usted estará aceptando esta utilización. Puede conocer cómo deshabilitarlas u obtener más información
aquí
Ya tienes una cuenta vinculada a EL TIEMPO, por favor inicia sesión con ella y no te pierdas de todos los beneficios que tenemos para tí. Iniciar sesión
¡Hola! Parece que has alcanzado tu límite diario de 3 búsquedas en nuestro chat bot como registrado.
¿Quieres seguir disfrutando de este y otros beneficios exclusivos?
Adquiere el plan de suscripción que se adapte a tus preferencias y accede a ¡contenido ilimitado! No te
pierdas la oportunidad de disfrutar todas las funcionalidades que ofrecemos. 🌟
¡Hola! Haz excedido el máximo de peticiones mensuales.
Para más información continua navegando en eltiempo.com
Error 505
Estamos resolviendo el problema, inténtalo nuevamente más tarde.
Procesando tu pregunta... ¡Un momento, por favor!
¿Sabías que registrándote en nuestro portal podrás acceder al chatbot de El Tiempo y obtener información
precisa en tus búsquedas?
Con el envío de tus consultas, aceptas los Términos y Condiciones del Chat disponibles en la parte superior. Recuerda que las respuestas generadas pueden presentar inexactitudes o bloqueos, de acuerdo con las políticas de filtros de contenido o el estado del modelo. Este Chat tiene finalidades únicamente informativas.
De acuerdo con las políticas de la IA que usa EL TIEMPO, no es posible responder a las preguntas relacionadas con los siguientes temas: odio, sexual, violencia y autolesiones
'Hallé la mujer indicada y casi la dejo por ser sacerdote’
El todo o nada. En #MensajeDirecto, esta es la historia de un amor destinado a terminar en el altar.
En los sacramentos de la iglesia Católica, luego de la confirmación, va el matrimonio o la ordenación. Foto: iStock
Abrir las puertas del corazón no es algo fácil, menos si se trata a desconocidos. Aún menos si se trata de hablar de temas como la religión, el matrimonio y el amor. Sin embargo, henos aquí para contar, desde los ojos del hombre, cómo un joven noviazgo se enfrentó a la posibilidad de terminar por otra vocación: el sacerdocio.
Esta historia comienza en 2012, hace ya 10 años. Por aquel entonces me encontraba en mi primer noviazgo formal. Nada de pequeñeces de adolescente o relaciones apasionadas que nunca dan el paso al etiquetado de ‘novios’.
Creía, como todo novio, que ella era la mujer de mi vida, con quien construiría un hogar, compraría una casa y pasaría los años de mi vida. Sin embargo, durante el tercer año de relación, esta tenía más pinta de un proyecto fallido que de un cuento de hadas.
Peleas, frustración, llanto, presión; todo hacía parte del día a día, pero seguíamos empecinados en que esta relación era única y que merecía ser salvada. Lo cierto es que ya no quedaba nada que salvar. No éramos los mismos cuando nos conocimos: yo quería una cosa, ella quería otra.
Le pedía ayuda ‘al de arriba’ para que no me dejara morir del desamor
Finalmente, cuando sentí que no podía soportar más, decidí abandonar este ‘amor’ que estaba consumiendo mi vida.
Había pasado un año estando mal y tenía claro que quería estar solo un buen tiempo. Sin embargo, a los dos meses conocí a la mujer que lo cambio todo. ¿Irresponsable? Sí. Lo mejor habría sido esperar un poco más para procesar lo que había pasado en mi relación anterior, sanar mis heridas y corregir mis errores.
Debido a mi crisis amorosa y posterior ruptura me apegué mucho a Dios. Quería permanecer en la iglesia para tener la cabeza en otro lado y para pedirle ayuda ‘al de arriba’ para que no me dejara morir del desamor. Fue entonces que conocí a la que haría temblar mi mundo.
Ya nos habíamos cruzado e interactuado unas cuantas veces, quizás tres o cuatro, para coordinar nuestro servicio en el templo, pero jamás tuvimos conversaciones para conocernos. Nada de “¿qué te gusta hacer?, ¿qué estudias?, ¿cuál es tu color favorito?”, o cosas por el estilo.
El clic ocurrió en una Semana Santa en que tomé la iniciativa de invitarla a que se uniera al coro que estaba dirigiendo. No lo hice para romper el hielo, en realidad lo hice para tener 'bulto' de voces, pero el viernes, cuando el Señor estaba muriendo en la cruz, un escueto coqueteo estaba floreciendo entre los dos.
La escena era la siguiente. Yo estaba cargando en una procesión sobre mis hombros el anda que llevaba la cruz, luego del sermón de las siete palabras. Ya era de noche y no tenía a ningún amigo o familiar que me paladeara el cansancio del día. Ella, viendo la escena, me ofreció una chocolatina y yo, ni corto ni perezoso, le dije que tenía las manos ocupadas, que si me la podía dar en la boca.
Era como la escena criolla del icónico beso de Spiderman con Mary Jane, de Sam Raimi, solo que no tenía la máscara del superhéroe, sino el capirote de un 'nazareno'. Esa fue la chispa que prendió el fuego del amor entre los dos y nos llevó a que, en una semana, fuéramos novios.
La frase cliché de ‘no eres tú, soy yo’ esta vez sí era cierta
En el camino sacramental de los católicos hay un punto en que el camino se divide. Todos comenzamos con el bautismo, luego vamos a la primera comunión, después viene la confirmación y luego se opta entre el matrimonio, la ordenación o la soltería. En este último punto me encontraba yo.
Desde que me involucré de lleno en la parroquia y pude apreciar a fondo la vida en comunidad, sentí un fuerte interés por vivir solo y para Dios. Hay que ser claros que estar casado no lo impide, pero veía más conveniente vivirlo a través del ministerio y no como un espacio compartido con un trabajo ‘seglar’.
Yo ya no estaba solo, ahora éramos dos bajo la promesa de intentar edificarnos y plantear un posible futuro juntos. Solo se me pasaba por la cabeza “cómo le voy a decir que no estoy seguro de lo que estamos haciendo, que la frase cliché de ‘no eres tú, soy yo’ esta vez sí era cierta”.
No habíamos cumplido ni año. Se suponía que aún estábamos en el intenso enamoramiento, pero debía romper esta dinámica con la idea de que posiblemente esta relación no tenía futuro y que nos íbamos a tener que despedir porque claramente no sería beneficioso para ninguno de los dos mantener o cuando yo estaba renunciando a un amor para ser célibe y casto.
Si tuviera que definir lo que vivimos en ese momento, lo resumiría en tres palabras: llanto, tristeza, confusión. Yo creía que esto iba a ser una ‘sentencia de muerte’ para lo que estábamos construyendo, pero ella se paró firme y me dijo que no se iba a ir, que iba a acompañarme en el proceso de discernimiento.
Valiente, no hay más palabras. Saber que cada fin de semana yo iba a ir al seminario a compartir con otros que como yo tenían una inquietud por el llamado de Dios, que cada encuentro podía ser el punto de inflexión que quebrara la relación en definitiva, y aún así quedarse y preguntarme al final del día cómo me había ido y qué pensaba al respecto.
Esta mujer, con su silencio y firmeza, estaba luchando por lo que Dios dispusiera. Nunca me presionó, nunca buscó convencerme de tomar una u otra decisión, solo estuvo ahí.
Al cabo de un año en esta dinámica, llegó el día en que yo y el Seminario debíamos tomar una decisión definitiva. Un ‘sí, me voy'; un ‘aún no’ o un rotundo ‘no’ eran las opciones.
En mi caso, por mis condiciones familiares y estudiantiles, el Seminario me pidió tomarme un tiempo para terminar de atender mis asuntos. Sin embargo, la puerta quedaba abierta para volver al proceso.
No obstante, de mi parte la decisión estaba tomada. Quería estar con esa mujer incondicional que me había escogido como su novio.
El final de un proceso y el comienzo de uno pendiente
El discernimiento había terminado, pero había muchísimo por hacer en la relación. Nos estaba pasando factura que yo hubiera empezado tan rápido una nueva relación sin haber sanado ni corregido lo de mi anterior noviazgo.
Inseguro, cascarrabias, impaciente, celoso. A términos del lenguaje de las redes sociales de hoy en día, yo era un cuatro y ella merecía un 100. Yo era consciente de mis fallas, pero no estaba poniéndole suficiente empeño.
Estemos claros de que nadie se merece una persona como la que yo era en ese momento y que resultaba muy injusto después de todo su compromiso y esfuerzo en la relación. Así que me sometí a un estricto cambio, renunciando muchas veces a mis impulsos más fuertes.
La clave estuvo en la escucha, en no aislarme, aunque quisiera hacerlo por el temor a una confrontación. Tuve que aprender a expresar mis sentimientos sin máximas que redujeran todo lo bueno que ella tenía con un “es que siempre (…)”.
Poco a poco ella fue encontrando en mí un hombre más calmado, menos reactivo, capaz de expresar sus inconformidades de mejor forma y que planteaba un espacio abierto y seguro para la negociación de aquellas diferencias que antes parecían ‘irreconciliables’.
Hoy en día sigo trabajando para entenderme, para fortalecer mis puntos débiles, para aprender de quienes tienen una relación sana (ejemplo que nunca tuve en casa); han pasado ya ocho años y estamos a pocos días de ir al altar para casarnos.
Y de nuevo, lo que parece un final, es tan solo un comienzo de algo mucho más grande. Que Dios nos guíe.
¿Tiene una historia de amor curiosa o poco común? Nos interesa conocerla y publicarla en #MensajeDirecto. Escríbala y envíela a los correos [email protected] y [email protected] y lo aremos. Debe tener un mínimo de extensión de dos hojas y un máximo de cuatro hojas.