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Leonor Espinosa: 'Yo soy yo. Y sigo haciendo lo que se me da la gana'
La cocinera más aplaudida del país es la portada de la Revista BOCAS. Conozca su gran historia.
Entre junio del 2022 y junio del 2023, Leonor Espinosa portó la corona a la mejor cocinera del mundo, según el listado The World's 50 Best. Foto: Pablo Salgado
Leonor Espinosa es uno de los grandes personajes colombianos de nuestros tiempos. No solo ostentó el título a la mejor chef del mundo (2022-2023), sino que contribuyó decididamente a poner a Colombia en el mapa de la gastronomía mundial.
Entre junio del 2022 y junio del 2023, Leonor Espinosa portó la corona a la mejor cocinera del mundo, según el listado The World's 50 Best. Foto:Pablo Salgado
De familia sucreña, Leo –como se le conoce– nació en Cartago (Valle). A los 5 años se fue a vivir a Cartagena. A los 12 años, por pila, ganó una beca para estudiar en Bellas Artes. Sus compañeros de pinceles le enseñaron la fiesta popular de la ciudad y fue así como se entregó a la champeta. Vivió a profundidad la rumba ilimitada de los años ochenta de su ciudad. Decidió probar suerte en Bogotá y fue modelo de artistas. Entonces trabajó en agencias de publicidad en el campo de los números. Pero se cansó.
La cocina golpeó su puerta, abandonó todo en la capital, montó un restaurante tailandés en Barranquilla y quebró, se derrumbó y se deprimió. Vendió plátano asado en un comedor de carretera en Baranoa. Se convirtió en chef de un restaurante encopetado en Cartagena y, a los 39, retomó sus estudios en Bellas Artes, donde se dedicó al performance –se travistió para un proyecto–, grabó burdeles y prostitutas, expuso en el Museo de Arte Moderno y participó del Salón Nacional de Artistas.
Nunca estudió cocina, pero los fogones tostaron su corazón, hasta el punto que la culinaria se convirtió en el gran sentido de vida. A mediana edad se convirtió en la cocinera más importante del país y una de las más grandes del mundo. Dice que sueña los platos que después aterriza. Dice que el yagé la ayudó a combatir sus temores. Dice haber encontrado la calma.
En enero llegó a los 60 años y su discurso culinario le ha dado la vuelta al mundo Foto:Pablo Salgado
Inconformista, indómita y, como todas las pelirrojas, traviesa, Leo es hincha del béisbol, el boxeo y Millonarios (y un tris del Deportivo Cali, explica). Melómana, salsera, champetera, jazzera y antirreguetonera, ha bailado lo que literalmente le han permitido sus pies por cuenta de una enfermedad que ha tenido en sus dos extremidades inferiores desde pequeña: “Siempre he sido coja”, solloza.
Risueña, de amplia sonrisa y estruendosa carcajada, también ha sido boquisucia y peleona. Aguda e hipersensible. Empírica, observadora e investigadora de nuestras cocinas. Artista y bruja “cuando me lo propongo”, subraya. Teatral y bulliciosa. Diva, caprichosa y virtuosa, Leonor Espinosa transformó nuestra cocina en memorables piezas artísticas. Su obra, tan parecida a sí misma, es una fuerza volcánica repleta de sabor.
En el 2022 fue nombrada, según el prestigioso listado británico The World's 50 Best, como la mejor cocinera del mundo, trono que le acaba de entregar a la mexicana Elena Reygadas. En enero cumplió 60 años y está en el curubito de su carrera. Dice que a Leo, su restaurante, no le quedan más de cinco años.
Usted es protagonista del título más grande que ha conquistado la cocina colombiana: “La mejor cocinera del mundo”, según el listado de los 50 Best. ¿Qué bueno y qué malo le trajo eso?
Bueno, varias cosas. Primero, validar un trabajo que ha sido de décadas, un trabajo coherente. Segundo, poner en el mapa gastronómico a Colombia. Tercero, abrirles las puertas a todos los cocineros que vienen. Lo malo, está más relacionado con mi forma de ser: yo odio la fama. A mí me gusta salir a un restaurante y sentarme a comer siendo anónima. A mí me gusta moverme sin que la gente me diga, “óigame, me regala una foto”. Mi vida privada está por encima de cualquier cosa.
Pero, ¿le gusta su rol de cocinera?
Tengo muy claro que mi función como cocinera es estar en la cocina y eso me encanta. Y eso no lo voy a cambiar por nada. Tal vez si hiciera uso de la fama, de todo esto que me trajo este premio para farandulear, seguramente estaría grabando un programa, abriendo un restaurante en Miami o en Nueva York. Y no. Yo tengo el asentamiento ya de una edad. Cada vez afirmo más lo que yo quiero. Yo vine a este mundo a ser feliz y no a amargarme la vida.
¿Cómo es eso que al restaurante Leo no le quedan más de 5 años?
El restaurante Leo tiene un tiempo cada vez más corto. Yo no sé si ponerle más de cinco años. Creo que serán cinco años más en la alta cocina. Eso pienso ahora. Tal vez quisiera quedarme en este mundo de la hospitalidad y la restauración, pero ya en otras plataformas que no me desgasten tanto, que no sean tan intensas, competitivas, tan traicioneras.
Su vida ha sido un constante sube y baja, marcado por la astucia, la sensibilidad, la fiesta, la lucha y la experimentación artística. Foto:Pablo Salgado
Vamos al pasado y al inicio del todo: el arte. ¿Cuál es la imagen más poderosa de su ingreso, a los 12 años, en la institución Bellas Artes de Cartagena?
Bellas Artes era para mí el paraíso, porque yo era una niña desadaptada. Yo fui porque reté a mi mamá, porque me gané la beca y ella no quería que yo fuera. Así que yo agarraba un bus todos los sábados hasta la Torre del Reloj y, de ahí, a pie. Nos llevaban a distintas partes del centro a dibujar. En eso me la pasé entre los 12 y los 18 años; seis o siete años de mi vida. Mientras que en los colegios no se permitía sino gente de determinada clase social y de determinado color de piel, en la escuela de Bellas Artes era un revoltillo de todo. Por eso, a los 15 años, yo ya iba a teatros populares, a las mesas de fritanga, a los barrios populares a bailar en las casetas ritmos afrocaribeños.
La música es su primer o con la Cartagena negra. El sabor del baile negro y el sabor de la cocina negra…
En Cartagena, en los barrios populares, siempre ha habido picós. Yo amaba las fiestas picoteras. Yo aprendí a bailar en una baldosa, en piso de aserrín. Todo a escondidas de mi familia. Pero me pillaban. Ya no recuerdo cuántos regaños, pero la verdad es que fueron demasiados regaños. Yo vivía de regaño en regaño. Mi mamá se ponía las manos en la cabeza y decía: “yo qué he hecho… por qué esta niña me salió diferente”.
Artista y champetera. ¿Por qué decidió estudiar economía?
Mi familia. Es que tener una hija artista y tener ideas revolucionarias, del socialismo… Todos mis amigos eran activistas del Moir.
Leonor Espinosa es la directa responsable de haber puesto a Colombia en el mapa de la gastronomía mundial. Foto:Pablo Salgado
¿Y usted?
Yo iba a reuniones y participaba, pero no quemé buses como ellos.
¿Dónde se reunían?
En la escuela, en el centro, en la esquina, en bares, en La Vitrola: allá íbamos artistas, comunistas, izquierdistas, arquitectos, pintores, poetas…
Con buena rumba, además…
1980, 81, 82… Cuando cerraban la puerta, a las cuatro de la mañana, el que se quedara allí adentro ya no volvía a salir. Luego, algunos se iban a la Cangreja, que era un motel, pero a mí, la verdad, me gustaba enfiestarme, pero no participar de la ‘vaca loca’, porque además venía de una familia tradicional y eso pesa. Yo nunca fui inconsciente, yo siempre supe cuándo parar e irme.
A principios de los 80, con una situación política y social terrible, fue famoso un grafiti en Bogotá que decía: “El país se derrumba y nosotros de rumba”. ¿Algo así?
Sí, claro. Y más uno al ser del Caribe. Es que la gente del Caribe tiene una predisposición p’al goce muy brava. De la fiesta pasábamos al boxeo y, de ahí, al béisbol. Creo que la fiesta, más allá de un regocijo, era también por el miedo. Eran fiestas duras, interminables, para uno morirse, pero era el miedo de enfrentar el futuro. La fiesta empezaba el viernes y terminaba el domingo.
Laura, su hija, nació en 1985. ¿Cómo conoció al papá de su hija y cómo fue esa relación?
Me lo presentaron en el Colombo Anglicano y me enloquecí por él desde que lo vi. Yo tenía 17 y él 20. Fuimos novios inmediatamente. Después, entré a estudiar Ingeniería Industrial, luego Economía y a las 22 quedé embarazada y me casé.
¿Y cómo le fue en el matrimonio?
Yo me estaba reconociendo como una mujer independiente y libre. Entonces no sentía que estaba preparada para tener un hogar tradicional. No sentía que podía ser esa mujer dedicada al hogar. Yo me quería comer el mundo y no me lo podía comer estando con él.
¿Por qué terminó en Bogotá en una agencia de publicidad?
Fue un profesor que me llevó a trabajar a su agencia en Cartagena. Pero no en la parte creativa, en los números, en los presupuestos. Luego me fui a Bogotá, buscando qué hacer. Laura se quedó en Cartagena, mientras yo les modelaba a algunos amigos artistas. Un día fui a buscar a una amiga a la agencia de publicidad Puma. De repente bajó las escaleras una mujer muy elegante, me saludó y me ofreció trabajo en la división de “Ediciones y Eventos”. Yo organizaba las actividades de la Muelita Colgate y del tigre de Suramericana.
Y supongo que también buscó la fiesta en Bogotá…
Yo vivía en una casita cerca al Chorro de Quevedo. Iba a bailar salsa todos los fines de semana al Goce Pagano, a La Teja Corrida, al Quiebra Canto. Había mucha vida cultural allí. Todos los miércoles iba a los conciertos de música clásica en la Luis Ángel Arango. En La Candelaria había un par de domicilios de pizza y nada más, entonces empecé a cocinar en la casa. Incluso empecé a invitar a mis amigos a cocinar. En esas conocí a un saxofonista argentino que se paraba en el mercado de las pulgas: Marco, se llamaba. Con él empecé a cocinar en serio.
“Yo sabía que tenía todas las de perder. Y sabía que tenía que cambiar mi vida y que, costara lo que me costara, yo tenía que encontrarme. Y yo encontré la cocina”, dice Leonor Espinosa en BOCAS Foto:Pablo Salgado
¿Cuál fue ese clic para dejar la publicidad y empezar con la cocina?
A los 35 años, cuando yo llevaba una buena vida, sentí otras cosas. Laura ya vivía conmigo en Bogotá. Fue un momento muy difícil porque mi mamá y mi familia no estaban de acuerdo con la vida que yo llevaba. Influyeron mucho para que Laura volviera a Cartagena. Y yo sabía que tenía todas las de perder. Y sabía que tenía que cambiar mi vida y que, costara lo que me costara, yo tenía que encontrarme. Y yo encontré la cocina. Entonces me fui a Barranquilla a montar un restaurante.
¿Nunca estudió cocina?
No.
Un restaurante de cocina tailandesa, ¿cierto?
Me comí 10.000 libros de comida tailandesa. Me metí en el tema. Pero yo estaba emparejada, hubo muchas infidelidades y malos tragos –no de mi parte– y me derrumbé. La tusa más asquerosa que he podido tener en mi vida. Yo era la loca que se le había dado por ser cocinera y mi familia no estaba de acuerdo con eso. Caí en la ruina.
¿Por qué terminó trabajando en un restaurante de carretera en Baranoa, Atlántico?
Apareció una pareja y me ofreció trabajar en un restaurante de carretera. Monté cosas muy sencillas: plátano asado con guiso, queso derretido y un pollito. Eso fue la locura. Nos fue muy bien, pero esta gente no me pagó ni un peso. Además, el dueño me trataba como si yo fuera la empleada de servicio. Un día cogí el delantal y le dije al gordo: “si te cabe este delantal póntelo, porque de aquí en adelante tú eres el que vas a cocinar”. Y de nuevo al hueco. Yo lo único que sabía es que quería ser cocinera, de resto, yo estaba perdida. Todo el mundo se burlaba de mí. Un día dije, “me voy para Cartagena; ¿yo qué hago aquí?”. Y en mi ciudad me dijeron que estaban buscando un chef para su restaurante.
¿Cómo se llamaba ese restaurante?
Quinta Galería. Conseguí un apartamento en la Plaza de las Bóvedas, y Laura, que ya tenía 17 años, volvió a vivir conmigo.
Y en esas andaba cuando volvió a Bellas Artes…
Caminando por el centro me encontré con la secretaria de Bellas Artes y me dijo: “Tú tienes que volver a la escuela, porque tú fuiste de los grandes estudiantes que tuvimos”. Y volví, becada, a los 39 años. Cocinaba y estudiaba arte. Yo feliz.
De aquella época es cuando usted se traviste para hacer Intríngulis, un proyecto artístico.
Cuando yo vuelvo a la escuela, ya el arte era otra cosa. Y empecé a hacer un trabajo erótico. Una vez fui “Santa Leonor de las verguitas”, una virgen con unos panes en forma de penes. Y la gente llegaba y se los comía y yo ahí en una instalación gastronómica. Después hice un libro con piel de cerdo… Incluso expuse en el Museo de Arte Moderno. Entonces empecé a hacer Intríngulis con mi profesor de performance. Yo le dije: “Quiero entrar a un cine porno, el de La Matuna. Quiero entrar a un baño a grabar qué pasa ahí”. Y empezamos a ir a este cine porno, que era asqueroso.
Restaurante Leo, la sala de Leo, uno de los dos ambientes del lugar. Foto:Simón Bosch
Vestida de hombre.
Sí. Me puse un par de medias para hacer ‘paquete’ y con las tetas forradas en cinta. Él compró las boletas y yo entré sin lío con mi cámara. Y así me metí al baño y puse la cámara en el suelo. Pasaron 40 minutos y, cuando yo voy saliendo, ¡jueputa!, venían tres hombres de seguridad: “¡Este fue el que entró y no ha salido!”. Me quitaron la cámara. Se me cayó el mundo cuando me pillaron que era mujer y me arrancaron el bigote. “¡Es una mujer, es una mujer!”, empezaron a gritar. Un tipo rompió la cámara contra el suelo, me sacaron, llamaron a la policía y, en un momento que me soltaron, yo recogí la cámara y corrí. Alcanzamos a recuperar un poco el material, pero con problemas de calidad. Esa obra fue la que fue al Salón Nacional. Luego dije: “¡Carajo, ahora quiero entrar a un putiadero!”. Desde entonces los putiaderos siempre han sido para mí un fetiche.
¿Qué obra hizo con los burdeles?
Los tacones de las putas. Esa la terminé en Bogotá, en la calle 22, abajo de la Séptima. Un día, por andar grabando, las putas cogieron mi carro a piedra y lo reventaron. Recuerdo irme travestida. Siempre quise conocer los mundos de abajo. Esa bendita curiosidad...
¿Cómo entró en el mundo de la restauración en Bogotá?
Yo me devolví a Bogotá porque Laura iba a entrar a la universidad y me correspondía a mí pagar esa universidad. Estrella de los Ríos me dijo que estaban buscando un cocinero en un restaurante en la Zona G que se llamaba Claroscuro. Fue muy duro: llegaba a trabajar a las nueve de la mañana y salía a las doce de la noche y a veces a la una de la mañana. Tenía cinco menús: francés, asiático, italiano, peruano y el del chef, que era yo… Ahí estuve algo menos de dos años.
Y apareció lo de Matiz, el restaurante en el que usted se hizo conocida.
Yo me fui como asesora para Matiz. Era una plata mensual con el fin de crear el menú y entrenar al personal. Pero me tomé ese restaurante como si fuera mío. Tenía mucha ambición frente a mi oficio y a la posibilidad de poderme mostrar. De hecho me ofrecieron ser socia. Fue un año y medio superespecial. Pero yo ya estaba pensando en tener mi propio restaurante, que se pareciera a mí. Me hubiera podido quedar ahí con todas las comodidades, pero es que a mí me encanta el reto. Soy ambiciosa.
¿Cómo llegó al local en el pasaje de Santa Cruz de Mompox, primera sede de Leo?
Yo llevaba a Laura todos los días en la mañana a la Universidad del Rosario y subía por el semáforo de las Torres del Parque. Y cada vez que veía la callecita del pasaje de Santa Cruz yo le decía a Laura: “quiero un restaurante ahí”. Un día empecé a averiguar locales, busqué en el periódico y cuando fui a ver, era allí, en esa calle. Fui a hablar con el tipo y me dijo: “tráeme cinco millones de pesos y es tuyo mañana”. Y le dije “listo”. Yo no los tenía. Eso, en el 2004 y 2005, era billete largo. Finalmente se hizo la transacción y empecé la adecuación. Ese local era un pedacito chiquitico. La propuesta culinaria era una cocina colombiana, eran platos tradicionales bien presentados, sin alterar la tradición: empanadas con huevos de codorniz; salpicón de pescado; helado de Kola Román; posta negra con risotto de coco y almendras.
Fue el momento de la explosión de nuestra cocina…
Una época dorada en Colombia que difícilmente volverá: Julián Estrada, Lácydes Moreno, Germán Patiño, Carlos Ordóñez; ellos, que ya nos dejaron, se juntaron para promocionar la cocina colombiana. Y se sumó el crítico Kendon MacDonald. Él abanderó todo y nos llamó a un grupo de cocineros que inmediatamente le copiamos. Hicimos eventos gastronómicos increíbles, creamos una amistad perpetua. Y ahí empezaste tú también, Mauricio. Kendon me llamaba “la diva de los fogones”. Entonces nos planteamos que había que viajar mucho por Colombia, que había que conocer a fondo nuestra cocina y sus productos.
Y en esas investigaciones apareció Cali, con un combo más que interesante.
De repente, llegamos a Cali a investigar la cocina del Pacífico colombiano y armamos ese combo genial con Catalina Vélez, Paula Silva, Sonia Serna, Carlos Yanguas, Germán Patiño. Entonces me encuentro con la salsa y esa ciudad fantástica… Puro sabor.
¿Cuál fue su primer viaje de una investigación?
Fui a Chocó con Lina de Uribe. Le conté mis ideas y me dijo: “yo la acompaño”. Ella me copiaba con todas las cosas y financiaba todos esos congresos e investigaciones que se hacían. Ahí llegué a la bahía Cupica y empecé a tener ese encuentro con esas comunidades tan ricas, patrimonialmente y culturalmente hablando. Ahí creamos la Fundación Leo.
¿Cuál ha sido el viaje de investigación más revelador de cara a su proceso creativo?
En el 2008 o el 2009 viajamos al Amazonas. La memoria histórica culinaria nos llevó a entender qué es la cocina colombiana. Pero no solamente cosas tradicionales, sino que entendimos que no se hablaba de biodiversidad como una fuente para crear las nuevas narrativas de la cultura colombiana. En el territorio nos encontrábamos con que la biodiversidad podía ser una fuente de bienestar para esas comunidades y empezamos a viajar con biólogos para hacer estudios de los territorios: toda una recopilación de información sobre lo que se cocinaba. Toda la información de los ancianos, que por eso es que son tan sabios, porque son los que preservan la tradición y tienen el conocimiento. Era recopilar todo el recetario y avanzar en lo que se podía usar como fuente de alimentación.
¿Es cierto que casi naufraga en una balsa en el río Amazonas?
Saliendo de Puerto Nariño hacia Perú. Trabajar con los indígenas es muy complicado. Yo casi nunca he hablado de este tema, pero cuando uno va a desarrollar un proyecto, uno tiene que pagarles por todo y te lo cobran tres o cuatro veces de lo que vale. Ese día ya no tenía más recursos y no me quisieron dar una lancha de dos motores, que ya se las habíamos pagado, si no les dábamos más plata. Entonces nos dieron una lancha de un motor. Cuando salimos, e íbamos en la mitad del río, cayó una tormenta con truenos y todo. Y saque agua entre Laura y yo. Luego, agarradas de la mano porque la lancha estaba a punto de hundirse. No se podía ver nada. No nos tocaba ese día…
Leonor Espinosa, chef colombiana, al frente del restaurante Leo. Foto:Juan Pablo Gutiérrez
¿Padeció el conflicto armado en sus trabajos de campo?
En muchos territorios poníamos el pendón de la fundación y al lado llegaban y ponían el de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, como diciendo: “aquí estamos nosotros”. Y nosotros no íbamos a solucionar conflictos sociales, por eso las Farc permitían el porque entendían que las comunidades tenían que capacitarse.
Hablemos de la creación. ¿Es cierto que se sueña los platos?
Yo siento que vivo con los pies aquí y con la cabeza en otro lado. Hay mucha información que me llega a través de los sueños. Mensajes divinos que llegan a través de los sueños. Incluidos los platos.
Entiendo que ha tenido varias experiencias con el yagé. ¿También le ha ayudado en el proceso creativo?
Sí. Empecé con el yagé como a los 19 años. Hice unas 30 tomas hasta que en la última entendí que fue el cierre de todo. Yo tengo problemas con lo alucinógeno. Creo que tengo la mente bastante fantasmagórica como para consumir alucinógenos; creo que llega un momento en que se desborda y no lo controlo y no es chévere. La última vez me asusté. Pero quiero decir que con el yagé logré superar traumas, sanar relaciones, crear… Pero lo bonito de esto es que me ayudó a enfrentarme con los miedos. Siempre hice yagé para enfrentar las inseguridades, la timidez. Desde el 2013, que fue mi última dosis de yagé, yo empecé a solucionar todo desde la conciencia y hoy puedo alucinar desde la conciencia, desde la realidad propia, desde el hoy, desde el presente.
¿Experimentó con hongos?
Sí, claro. Eso es una maravilla, eso es para reírse, eso es para no parar de reírse.
¿Se ha adentrado en la oscuridad?
Decía que cuando mis amigos iban a los moteles a seguirla, yo decía: “Yo no voy porque sé hasta dónde llego”. Nunca, pero nunca, tuve una pérdida de la razón. La fiesta podía ser interminable, de tres o cuatro días, pero yo nunca perdí la razón. Sé que terminé en huecos en los que también expuse la vida, pero sentía valentía y no me daba miedo.
¿Con qué otras sustancias experimentó?
Con las que todo el mundo pudo haber experimentado. Lo que pasa es que todo el mundo se la tira de inocente.
¿Se enganchó con alguna?
Yo creo que en algún momento me enganché. Pero dejémoslo hasta ahí.
La chef Leonor Espinosa en un encuentro con indígenas huitoto del amazonas, en Bogotá Madrid Fusión 2019. Foto:Mauricio Dueñas. Efe.
Volvamos a la creación. Creo que su trabajo pretende extrapolar el arte contemporáneo en la comida. ¿Su cocina es un resultado de la experiencia artística?
Sí, arranca en el arte. Siempre me he movido dentro del medio de artistas y ese es mi medio, incluso más que el de la cocina. El mundo de la cocina me parece fastidioso muchas veces. Ambos mundos son egocéntricos, pero prefiero el ego de los artistas que el de los cocineros… El mundo de la cocina es bastante fatuo y bastante cómodo.
¿Sus platos empiezan con un sueño y luego con un dibujo?
Empiezan con una idea y luego con la dibujada, porque la dibujada me permite aterrizar lo que estoy pensando. Afortunadamente cuento con un equipo maravilloso de gente que me ayuda a aterrizar las ideas para ponerlas en un contexto mucho más de innovación a través de la tecnología. Ya uno a esta edad no entiende todos estos aparatos, como la impresora de alimentos. Uno no lo entiende, pero sabe que existe. Yo estoy más en el proceso artístico.
¿Cuál es el peor cliente que ha tenido?
El peor cliente es aquel que no entiende que el cocinero es un artista en constante movimiento. El cliente tradicional que espera ir al restaurante y encontrar el mismo plato castra al creativo. Antes me preocupaba, pero ya no me preocupa ese cliente. Ahora vivimos en un país más desarrollado en todo sentido. Creo que si no hubiese sido por la labor en esa época, en Cali, con Cata Vélez, Yanguas, entre otros, cuando empezamos a visibilizar nuestro patrimonio culinario, tal vez las cocinas locales no serían lo que son hoy.
Alguna vez le oí decir que usted era una especie de bruja. ¿Usted es bruja?
Cuando me lo propongo [risas]. Pero yo no sería jamás una bruja mala. Estoy muy alejada en la vida de la maldad y de la envidia. Yo ya lo superé. No en vano tengo 60 años. Yo tengo un problema con mi edad cronológica y con la edad mental. Asumo que sigo siendo la inmadura, curiosa, revolucionaria, diva, contestataria de siempre. Pero también la cronología de los años me ha llevado a ser otra persona mucho más aterrizada, mucho más formal y mucho más alejada de estos mundos tan fríos y tan calculadores que ya no me interesan.
En el 2020 usted intentó abrir un nuevo local en el último piso de una torre de la calle 82. ¿Qué pasó con eso?
Decidimos entregar ese local. Mi inversionista me dijo: “No vamos más ahí”. Ese lugar no se dio porque no llegamos a un acuerdo de arriendo. Me estaban pidiendo 80 millones de pesos de arriendo. Y a mí se me vino el mundo encima porque ya estaba contratada la cocina, la iluminación y el mobiliario.
¿Cómo dio con el local de la calle 66, donde hoy funciona Leo?
Yo pasaba casi que a diario por esta zona porque tenía un amorcito por aquí cerca. Llamé a Jairo, el constructor, lo fuimos a ver y ese fue. Vimos que allí podíamos acomodar todo. Entonces fue cuando decidimos hacer esa fachada que sé que genera mucho inconformismo entre los arquitectos y la gente de la zona. Es una fachada muy neoyorquina; parece más un museo que un restaurante.
En diferentes momentos de su vida se ha dejado ver con bastón o muletas. ¿Qué les ha sucedido a sus pies?
Yo soy coja. Yo heredé por parte materna un problema neuromuscular. Y cuando mi familia empezó a notar que yo caminaba muy mal, decidió operarme. Y creo que me operaron antes de que me desarrollara completamente, antes de los 17 años. Creo que los huesos no estaban muy formados. Y no sé si quedé mal operada o si era muy joven e hice muchas travesuras y afirmé mal los pies, pero de ahí en adelante todo fue una tragedia en mi vida. Los pies se me empezaron a doblar. Caídas tras caídas. Y eso me afectó en todas las etapas de mi vida, hasta que, hace como cinco años, me hice la última cirugía en un pie, que quedó bien. Fue quitar cada huesito y volverlo a meter y ponerle varillas, clavos. Me falta un pie. Eso sí, debo decir que, después de muchos años, es la primera vez que llevo casi dos años sin caerme. Y sin estar en muletas. Entonces he aprovechado para hacer ejercicio. Tengo entrenador personal y eso me ha ayudado a mejorar el equilibrio. Si sigo así, sin que me parta el pie, me opero el próximo año del otro pie.
¿Cuántas operaciones lleva?
Cinco en uno –que ya me quedó bien– y cuatro en el otro –me falta la quinta–. Pero también he tenido rotura de tendones, de ligamentos en las rodillas, esguinces tras esguinces. He padecido mucho.
Ambos mundos son egocéntricos, pero prefiero el ego de los artistas que el de los cocineros… El mundo de la cocina es bastante fatuo y bastante cómodo”.
Usted apoyó a Duque e incluso anunció su voto por él...
Me reafirmo en ese voto. Yo creo que Duque es un presidente que la historia lo reconocerá a través del tiempo. Creo que, independientemente de lo que pudieron hacer algunos asesores y algunos ministros, que abusaron de su honestidad y su lealtad, sí creo que la historia le va a reconocer. Pero más allá de creer en un mandato o creer en un presidente, yo soy de las que por encima de mi ideología política, está el país. Yo estoy aquí para colaborar en lo que se pueda. Si a mí el presidente Petro me dice venga, ayúdeme a desarrollar temas gastronómicos o proyectos en la Amazonía que tengan que ver con gastronomía, con bienestar social a través de la biodiversidad, yo soy la primera en salir. Y si me dicen que soy petrista, pues seré petrista.
Entiendo que siempre tuvo un vínculo difícil con su mamá. Hoy, a sus 60 años, ¿cómo ve esa relación?
En este momento de mi vida yo la entiendo. Fue muy difícil: tienes seis hijos que crías iguales y uno se te sale del rebaño. Y yo me salí de la peor forma, porque yo rompí todos los esquemas de una familia tradicional. Para ella fue muy difícil y para mis hermanos fue muy difícil. Yo cometí muchas cagadas con mi familia. Pero yo no puedo quedarme en esas cagadas y gracias a esas cagadas soy lo que soy. Y creo que ella se equivocó también y tuvo que haber sufrido mucho al haberse equivocado y no haber entendido que yo era distinta.
¿Rompieron ustedes dos?
En un tiempo sí, casi una década. Ya no.
Con Laura, su hija, tiene una relación cercanísima. Parecen las mejores amigas.
Cercanísimas, sí. Pero no somos posesivas. No, no, no... Ambas somos muy libres.
¿Ha sido difícil su carrera?
Cuando yo empecé en la cocina, ese era un mundo muy machista. Cuando empecé fui una persona aguerrida defendiendo mi territorio, defendiendo lo propio, defendiendo mis ideales. Me tocó enfrentarme a cosas duras y peleé y grité y fui una persona horrible, pero también en esa defensa. La cocina hace 20 años no era con chicos que se iban a Europa a hacer esa pasantía o chicos que pertenecían a cierto nivel. No. Esto aquí era tenaz, que si uno se descuidaba, lo violaban o le faltaban al respeto. Y a mí me tocó enfrentarme a todo eso. Y en algún momento grité, me convertí en un demonio horrible y esa fue la fama que quedó de mí. Pero yo no soy esa persona, porque ya los tiempos han cambiado y porque uno va cambiando. No en vano todavía trabaja conmigo gente después de muchos años. Yo soy yo, con mis ideales, con mis sueños. Y sigo haciendo lo que se me da la gana.
Última pregunta, la más cliché de todas. ¿Cuál sería su última cena?
Un encocado de jaiba, en mi Pacífico, rodeada de mujeres que mueven las caderas y los hombros, de sonrisas congeladas, con una marimba, con cantos al estilo negro, con la copita de aguardiente, entre el río y el mar.
Leonor Espinosa en BOCAS Foto:Revista BOCAS
Esta entrevista fue realizada por Mauricio Silva Guzmán, editor de la Revista BOCAS
Fotografías por Pablo Salgado
Portada de la edición #128 de la Revista BOCAS Mayo-Junio 2023