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Eduardo Sacheri y Cinco mil kilómetros de carretera por la Patagonia
En su nuevo libro, 'El funcionamiento general del mundo', vuelve a hablar de fútbol.
Eduardo Sacheri (Buenos Aires, 1967) es profesor en una escuela secundaria y es licenciado en Historia. Foto: Patricia Asses. EFE
Imaginar a Eduardo Sacheri meter sus maletas en el baúl de su carro y arrancar solo en una travesía hacia la inhóspita Patagonia argentina fácilmente podría ser el inicio de un guión de una película de carretera. La cinta tendría unos extensos silencios, solo se escucharían las ruedas contra el asfalto, hasta que se ven interrumpidos por una voz en off: los pensamientos pausados de Sacheri.
Se orillaría en el camino para anotar en una libreta alguna idea que se le ocurriera, comería algo en un restaurante, hablaría con la señora detrás del mostrador, continuaría. Recorrería miles de kilómetros entre la estepa patagónica hasta que en el horizonte se eleven los majestuosos Andes. Se frotaría las manos para calentarlas. Miraría hacia el cielo: ‘Parece que va a nevar…’, diría la voz de Sacheri.
Un sueño, quizás, poder verlo; pero una realidad, leerlo. Leerlo no en primera persona, ni con el nombre de Eduardo Sacheri en el rol de protagonista, pero sí en el personaje ficcional de Federico. “Hay muchas cosas mías en él”, le asegura el escritor vía Zoom a EL TIEMPO.
Federico es el protagonista de El funcionamiento general del mundo, el nuevo libro del ganador del Premio Alfaguara 2016, autor de libros como La pregunta de sus ojos (en el que se basó la película ganadora del premio Óscar en el 2010 a mejor película extranjera: El secreto de sus ojos), Papeles en el viento, La noche de la Usina… Por nombrar solo algunos.
En El funcionamiento general del mundo, Sacheri cuenta la historia de Federico Benítez, que ya tiene arreglado un viaje con sus dos hijos a las cataratas del Iguazú, pero que en el último momento los planes se alteran por una promesa de infancia que le hace cambiar el curso de su camino para recorrer sus recuerdos hasta la Patagonia.
¿Cómo fue el viaje para escribir este libro? Fue previo a la pandemia, arrancó usted en carro desde Buenos Aires hacia el sur...
Sí, bueno, lo hice en unos cinco días. Fueron más o menos unos cinco mil kilómetros en carro, de a mil kilómetros por día porque iba enfocado en tomar notas para el libro.
Es decir, si bien muchos argentinos alguna vez anduvimos en la Patagonia con nuestro auto, no es lo mismo ir enfocado, ir pensando en un libro y en unos personajes que van haciendo ese viaje.
Entonces quería realmente hacerlo a conciencia y que mis experiencias de salir de la gran ciudad y atravesar primero esa llanura fértil y verde que es la Pampa Húmeda de la Argentina, y después meterme en la estepa patagónica, y la soledad, y las distancias, y el frío y la nieve.
Me parecía que no era lo mismo recrearlo a partir de recuerdos fragmentarios que establecerlo como una bitácora, como un itinerario. Me vino bien para el libro...
Es una zona que me gusta mucho. Para los argentinos en general, la Patagonia tiene algo de promesa. Fue la última región en ser incorporada al territorio nacional a fines del siglo XIX, después de una larga guerra entre el mundo blanco y el mundo indígena y de una larga disputa territorial con Chile, porque ambos países se extendieron hacia el sur. Y tiene en el imaginario argentino –que me incluye, indudablemente– una cosa como de promesa y de abundancias misteriosas porque tiene petróleo y energía eólica, pero al mismo tiempo sigue siendo una región muy poco poblada. Creo que es una buena metáfora de un país que imagina abundancias y felicidades que siempre están en el futuro o en otro sitio. Como una promesa abierta, pero nunca concretada.
La Patagonia tiene una magia cautivadora, nostálgica, y su libro lleva a recorrerla... ¿Para usted significó algo más aparte del libro?
Yo creo que fui muy enfocado en el libro y lo que tuvo de malo también a nivel personal en el 2019, que fue cuando hice el viaje. Faltaban pocos meses para las elecciones presidenciales en la Argentina, y si siempre la escena pública de mi país tiene un nivel de irritación y de agresión y pomposidad que me altera y me molesta, en esa inminencia electoral, todo se acentúa, se exacerba; entonces así como leer siempre me sirve como escape a eso, escribir también. Y creo que hacer el viaje en ese momento me vino bien, irme a esa soledad.
Yo pensaba mientras lo escuchaba que la Patagonia también es múltiple, en el sentido de que tiene estos lugares muy bellos en la montaña, frontera con Chile; la montaña, los lagos..., pero para quien va en auto desde Buenos Aires tiene que atravesar una estepa desértica, solitaria, ventosa; quiero decir, ese lugar tan hermoso tiene o implica un tránsito mucho más hostil. Es esto lo que atraviesan estos personajes y, de hecho, su lugar de destino ni siquiera es la parte más hermosa de la Patagonia sino es precisamente esa otra que es la más grande, territorialmente hablando, esa que tiene una hermosura más recóndita.
Pero reconozco que para la mayoría de la gente, esas soledades, esos cientos de kilómetros que uno puede conducir sin cruzarse absolutamente a nadie imponen emociones diferentes, más vinculadas con el recogimiento que con la contemplación de la belleza.
¿Cómo fue retratar esa relación de padre e hijos?
Bueno, yo creo que cuando uno escribe, más allá de que construye una historia de ficción, está interrogándose sobre los aspectos más importantes de su propia vida. Y para mí la paternidad es de lo más importante que hay en mi vida. Pero, claro, la paternidad no es estática: es anticipación cuando uno piensa en tener a sus hijos, después es descubrimiento cuando los tiene y luego es un aprendizaje permanente de cómo sostener un buen vínculo mientras las personas cambian. Yo creo que la paternidad te interpela permanentemente porque si uno se queda estático en el vínculo, ese vínculo sufre y se empobrece.
Entonces, si bien mis hijos son más grandes que los hijos de Federico, los míos tienen más de 20 años, pero también tuvieron esas edades, y esas conversaciones y esos desajustes en qué significan las palabras para unos y para otros, y cómo se ve el mundo desde los 50 años y cómo desde la adolescencia, me parece que siempre es un territorio fértil para explorar.
Las generaciones ven el mundo de una manera diferente, y si uno no habla al respecto, no se entera. Creo que eso nos pasa a todos los seres humanos. Me da la impresión de que tendemos a entender como natural lo que hacemos nosotros. Si nos comparamos con otras culturas, nos parece que lo natural es lo nuestro, y si nos comparamos con otras generaciones, nos pasa lo mismo.
Entonces me parece que solo si uno tiene la curiosidad de preguntar y la paciencia de escuchar, puede asomarse a cómo comprenden el mundo los más jóvenes. Me parece que ese viaje le permite a Federico entender un poco más la cosmovisión de sus hijos, y a sus hijos, a su padre, al que no conocen tanto.
¿Poner la voz de jóvenes le sirvió a usted para aprender más sobre nosotros?
No me atrevo a decir que la escritura tenga un punto de llegada de mayor comprensión, ojalá. Pero para mí escribir es abrirme interrogantes, o es, en todo caso, permitirme recorrer interrogantes que tengo abiertos.
Creo que es una buena metáfora de un país que imagina abundancias y felicidades que siempre están en el futuro o en otro sitio. Como una promesa abierta, pero nunca concretada
Entonces probablemente las conversaciones que abro en la novela reproducen conversaciones que tengo con mi hija y con mi hijo, con mis estudiantes; permiten un ida y vuelta constante con quien enarbola determinadas ideas.
No puedo decirte que me haya cambiado porque en realidad siento que en mis libros aterrizan cuestiones que ya vengo pensando y seguiré pensando después.
Para mí lo interesante es la pregunta y el recorrido, más allá de los puntos de llegada.
Este libro es un regreso al fútbol, ¿por qué lo volvió a poner en el centro de la historia?
Es verdad que sobre todo en la primera etapa de mi carrera acudí con frecuencia al fútbol como herramienta narrativa... La última novela en la que lo había hecho era Papeles en el viento, que se publicó hace diez años ya. Entonces me parecía interesante regresar al menos una vez. A mí con el fútbol me ocurre que es una parte importante de mi vida, me gusta mucho jugarlo, verlo... Yo suelo utilizar en mis libros las geografías que conozco y los ámbitos de interacción social que frecuento. Entonces de ahí que el fútbol aparezca.
Además, me da la sensación de que el juego, cualquier juego, más allá del fútbol, es un ámbito muy interesante para explorar la profundidad de las personas. Los juegos en su sencillez, en su gratuidad, en su ingenuidad casi infantil me parece que son un escenario interesante porque las personas depositan ahí, mientras juegan, cosas mucho más importantes y en general mucho más secretas. Me parece que la experiencia lúdica hace aflorar profundidades que habitualmente son tácitas. Y por eso utilizo el fútbol. También porque es el juego que conozco. No creo que el fútbol tenga una virtud particular. Creo que la virtud que tiene es esta capacidad de dejar asomar cosas importantes y profundas y decisivas.
Aunque 1983 fue la fecha clave para la transición a la democracia en la Argentina, desde antes los hinchas de fútbol se enfrentaban a la policía como un primer síntoma del cambio que se avecinaba...
Sí, me parece que el fútbol en cuanto artefacto cultural lleva implícitos un montón de vínculos con otras áreas más profundas, no solo emocionales y personales, sino también colectivas. Y, sin duda, esa sociedad argentina de 1983, que lentamente iba abandonando el autoritarismo de una dictadura militar, se me ofrece como un terreno fértil para profundizar en cuestionar la autoridad, desafiar el poder... desde dos escenarios privilegiados: el fútbol y la escuela. La escuela porque también es un sitio que además de su objetivo más explícito y evidente, que es la educación, al mismo tiempo es un territorio de intercambio sociocultural extremadamente interesante y donde la cuestión del poder y de la autoridad siempre están en tela de juicio.
Son recuerdos bastante parecidos a los que tiene Federico, no desde su experiencia familiar, que eso sí es pura invención. Pero eso de tener 15 años y estar estudiando en un enorme colegio multitudinario y anónimo y transitar esa confusión generalizada que había no solo en los jóvenes que estudiábamos sino en los adultos que pretendían educarnos fue una experiencia muy confusa y muy enriquecedora. Entonces la novela tiene un contenido autobiográfico muy fuerte en ese ámbito, en ese costado.
¿En Federico hay mucho de usted?
Sí, sin duda en esto de sentirse un poco perdido en ese mundo tan masivo de una gran escuela, más las confusiones propias de la adolescencia, más confusiones propias de ese año tan turbulento de una dictadura militar en retirada, más ese intercambio con un mundo de adultos muy confundidos y contradictorios. Viéndolo en la distancia, para mí fue muy formativa esa verdadera tormenta de contradicciones que fue 1983 en mi país y en mi escuela... pero precisamente regresar a ese momento para mí es interesante porque es al mismo tiempo de construir una ficción revisar mi propia adolescencia a la luz de esas tensiones.
El título, El funcionamiento general del mundo, me sonó como a una guía...
Me parece que el título es, a propósito, arrogante, provocativo, hiperbólico y de imposible materialización. Creo que nadie conoce el funcionamiento general del mundo, pero al mismo tiempo los seres humanos estamos condenados a intentarlo. Creo que vivimos en esa búsqueda, una búsqueda imposible.
Pero me parece que mientras jugamos, los seres humanos sentimos que nos aproximamos a esa comprensión. A una comprensión que tiene que ver con encontrar un equilibrio, una recompensa, una saciedad. Me parece que cuando jugamos, la chance de ganar nos genera la ilusión de esa saciedad: voy a jugar, voy a ganar y eso me permitirá ser feliz y sentirme en equilibrio. Por supuesto que ese equilibrio aun en el caso de que lo consigamos es fugaz y superficial porque no hemos encontrado la llave de la vida, pero el peso emocional del triunfo en el juego nos genera esa feliz confusión. Cuando ganamos, sentimos que le hemos encontrado sentido al mundo.
Me parece que en la niñez hay ciertas percepciones a las que atribuimos una solidez que después cuando crecemos advertimos que no tienen, pero tienen una enorme fijeza y una enorme fuerza. Por eso, cuando crecemos, la única manera de asomarnos a esa solidez es jugar.