De las cosas que más me impresionaron de estudiar en colegio católico fue que los creyentes solían decir una cosa y hacer exactamente la contraria, como si los mandamientos no fueran una guía de vida, sino una lista de prohibiciones de lo que más nos gusta hacer. Es decir, el "No desearás la mujer del prójimo" no es una orden, sino un 'Pilas, que sabemos que te gusta acostarte donde no debes'.
Así, Jesús murió un día y veinte siglos después llegaron las redes sociales, no para acabar de joder al mundo, sino para exponer el tipo de personas que lo habitamos. Porque antes pecábamos en privado, mientras que hoy exponemos nuestros defectos en público, como si fueran dignos de ser celebrados.
Recuerdo asistir de niño a reuniones donde se juntaban primos y tíos: el racista, el estafador y el avaro, cada uno diciendo una barbaridad peor que la anterior. Pero todas se quedaban allí, en familia, y una vez se acababa el cumpleaños o lo que fuera que nos convocara, volvían todos a la calle a poner cara de personas decentes. En aquella época, por muy lanzado que fueras, tus pensamientos más oscuros los conocían tu círculo más cercano (que prefería callar así te odiara) y tres vecinos a la redonda.
Ahora nos oyen todos. Un día dices algo que le suena a alguien, abres una cuenta y empiezas a disparar; primero tímido, y luego convencido de que el mundo va a dejar de girar si no compartes tus opiniones con él. Yo mismo tengo un primo así (mejorando lo presente). No es el más brillante y en las reuniones empieza elocuente y termina silenciado porque nadie se lo soporta; eso sí, en internet tiene cien mil seguidores, todos subnormales como él, que le celebran la información falsa que publica. Lo dicho, las redes amplificaron a los idiotas, dándoles la relevancia que antes no tenían; es por eso que hoy el tonto del pueblo es el faro de miles.
Las redes no solo nos dieron parlantes, sino que también nos hicieron creer que ser elocuente es sinónimo de ser inteligente.
El otro día estaba viendo un documental sobre el creador de Los Soprano, una pieza bellísima en la que se explica cómo la quizá mejor serie de todos los tiempos surgió solo porque aquel hombre quería contar la relación con su madre. El punto es que en algún momento de la narración se concluía que los estadounidenses se habían vuelto tan materialistas y egoístas que habían sido capaces de enfermar hasta al jefe de la mafia mismo.
Y eso que estamos hablando de finales de los noventa y comienzos de los dos mil; de haber sucedido hoy, Tony Soprano le hubiera temido a cualquiera de esos tiktokers que imparten lecciones de vida como si tuvieran en sus manos las tablas originales de Los Diez Mandamientos.
Pero las redes no solo nos dieron parlantes, sino que también nos hicieron creer que ser elocuente es sinónimo de ser inteligente. Por eso hay una cantidad de videos en los que gente que no dice nada pretende estar compartiendo verdades reveladas, cuando lo que de verdad hace es enunciar obviedades tan antiguas como el primer amanecer de la historia. Como dijo un escritor, la inteligencia puede ser lenta.
Ya para cerrar, pienso en los niños que hoy son celebridades en internet. Ya pasó antes con un puñado de jóvenes estrellas de cine que a los quince años habían vivido más que Keith Richards en siete décadas, y ahora se viene la triste adultez de los infantes carismáticos, los cuales se van a estrellar contra el mundo cuando descubran que el único valor agregado que tenían era su juventud.
Hay una niña así que no pasa de diez años y tiene más de dos millones de seguidores. Es famosa desde los seis y tiene incluso hasta nombre artístico. Es que ni Mozart, que era conocido desde los cuatro, pero tenía la delicadeza de hacerse llamar por su nombre de pila. El otro día me puse a ver su contenido, solo para descubrir que tiene más gracia un cáncer de colon que sus videos. Y eso pasa porque además de envidiosos y vanidosos, entre otras fallas, tenemos un pésimo sentido del humor.