El doloroso episodio de la muerte de Catalina Gutiérrez, residente de medicina de la Universidad Javeriana, además de la comprensible consternación y de las necesarias investigaciones que están en marcha sobre lo ocurrido, ha dado pie a una ineludible discusión sobre la realidad que se vive en diferentes ambientes laborales.
Sin que exista aún un pronunciamiento de alguna autoridad sobre cuál fue la causa inequívoca de esta tragedia, el debate mencionado se ha extendido no solo al campo de la medicina sino a otros ámbitos, sobre cómo se ejerce el poder. Lo sucedido sirvió para que desde diferentes disciplinas surgieran testimonios con un elemento en común: la molestia por el matoneo que los más jóvenes sufren a manos de algunos colegas que llevan más tiempo dedicados a la profesión y que a raíz de la organización jerárquica y piramidal del oficio se sienten facultados para ello. Al tiempo, no han faltado quienes plantean que algunas de estas realidades son inherentes a la búsqueda del rigor y la calidad en el desempeño de la profesión.
Todo esto tiene que ver, como ya se ha dicho, con la manera como se ejerce el poder y con la forma como están organizadas algunas instituciones. Esta discusión es la que se debe dar. Cuando quienes están en lo más alto sienten que su poder es omnímodo, que no está sujeto a controles ni rendición de cuentas y basado, incluso, más que en los méritos en otros factores como el reconocimiento social, la trayectoria o la edad puede generar una situación que posibilita los malos tratos.
El reto es que esta sociedad finalmente entienda que existe un límite muy claro entre el rigor –siempre necesario– y el respeto por la dignidad, que incluye entender que nadie vale menos. Que nada faculta a una persona para sentirse diferente y superior en términos humanos por un simple factor jerárquico. Que, como lo dijo en su momento el papa Francisco, el verdadero poder es el servicio.