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El día en el que estuve en el mismo avión con el Papa Francisco tras su visita a Colombia

• Testimonio del cubrimiento periodístico de EL TIEMPO en un momento histórico para el país.

• El papa Francisco falleció el lunes 21 de abril a sus 88 años. 

Papa Francisco tras su visita a Colombia en avión de regreso a Roma
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¿Y qué sintió cuando estaba en el avión con el papa Francisco? Esa es la pregunta que no dejan de hacerme desde septiembre del 2017.
Y esta ha sido y seguirá siendo mi respuesta: cuando nos apretamos la mano derecha al lado de mi asiento en el avión de Alitalia que nos llevaba de Roma a Bogotá y le entregué mi libro ‘Habemus santa’ —sobre la misionera antioqueña Laura Montoya, la primera santa colombiana y la primera que él canonizó en su pontificado—; cuando tuve la oportunidad de hacerle una de las pocas y únicas preguntas que respondió de regreso a Roma, sentí que tenía al frente a un jefe de Estado.
Bueno, es el jefe del Estado de la Ciudad del Vaticano: un pequeño mundo de 49 hectáreas y más de dos mil años de historia —ubicado en el corazón de Roma— desde donde se han manejado los hilos del poder de la Iglesia Católica. Una institución poderosa, llena de luces y sombras; llena de ángeles y de demonios.
Pero cuando aterrizamos en Bogotá y nos encontramos con la entusiasta comitiva de bienvenida a la cabeza del entonces presidente Juan Manuel Santos y de su esposa, la elegantísima María Clemencia Rodríguez; cuando recorríamos las calles de Bogotá, Villavicencio, Medellín y Cartagena, y en esas misas multitudinarias donde no cabía un alma más, vi a un santo. A uno de verdad, pero vivo.
Solo un santo es capaz de mover multitudes y de arroparlas alrededor de la fe. Solo un santo es capaz de movilizar a cientos de miles de personas de todo el país, que viajaron durante largas jornadas e hicieron grandes esfuerzos económicos para poder verlo. Fue el caso de mi prima Floralba Pedraza, quien viajó desde esas trochas miedosas de la vereda El Tesoro de El Líbano (Tolima) —mi pueblo— para ir a la misa del parque Simón Bolívar en Bogotá. La buena y piadosa de la Floralba tuvo que llegar a las 4:00 de la madrugada para hacerse a un cupo en algún espacio de las 113 hectáreas de ese lugar y que, según cifras oficiales, congregó a un millón 750.000 personas. La misa fue a las 4:30 de la tarde.
“Esas sensaciones de euforia colectiva también las puede despertar un rockstar en un concierto”, me dice una buena e incrédula amiga, que considera a Francisco como eso: un rockstar. O como un político carismático, con las mañas de todos los políticos. Y bueno: tiene razón. Francisco viene siendo eso también: un rockstar, pero de Dios. O un santo capaz de calmar las aguas —sobre todo, las turbias— y sembrar una esperanza de fe colectiva.
José Alberto Mojica viajó con el papa en su visita a Colombia

José Alberto Mojica viajó con el papa en su visita a Colombia Foto:Vaticano

Porque durante semanas —tal vez unos pocos meses— fuimos una sociedad tranquila y optimista frente al futuro del país, sobre todo, en una época en la que se implementaban los acuerdos de paz entre el Gobierno y la entonces guerrilla de las Farc. Una iniciativa que Francisco apoyó desde la Basílica de San Pedro y desde sus tribunas en Colombia.
‘Demos el primer paso’. Ese fue el nombre de la visita apostólica de Francisco, quien no se cansó de insistir que el segundo paso lo teníamos que dar nosotros: todos los colombianos. Que debíamos aprovechar ese sentimiento masivo de esperanza para reconciliarnos y comenzar de nuevo, después de varias décadas de guerra y dolor.
Pero no. Como bien lo dice mi amigo y colega César Moreno —otro de los pocos periodistas colombianos con los que tuvimos el reto y el privilegio de cubrir el viaje de Francisco a Colombia y una de las tantas cosas buenas que me dejó esa experiencia—, el paso lo dimos para atrás. “Estamos más divididos y polarizados que nunca”.
                                      ***
El 6 de enero del 2020 fui a visitar a mi papá al hospital San José, en el centro de Bogotá, a donde logramos llevarlo seis días antes desde El Líbano —sí, un 31 de diciembre—. Se le había explotado la vesícula.
Mi papá parecía un pajarito moribundo en esa cama de la Unidad de Cuidados Intensivos. Sabía que se estaba muriendo. Y así, con esos pulmoncitos de paloma, con ese soplo de voz que le salía con dificultad, me dijo lentamente, como susurrando:
—Hijito: ¿todavía le quedan de esos rosarios que le bendijo el Santo Papa?
—Sí, papito, me quedan unos—, le respondí acariciándole la frente.
—Ah, bueno. Le encargo uno para esta enfermera, que ha sido muy linda conmigo—.
La enfermera —recuerdo que se llamaba Yeimi— nos miró con cariño.
—Es que mi hijo es uno de los periodistas más importantes de este país. Trabaja en EL TIEMPO. Como será que lo mandaron a traer al Santo Papa. Y él le entregó el libro que escribió sobre la hermana Laura.
—Tampoco, papito. Solo soy un periodista juicioso y afortunado. No me creo importante ni nada de eso. Solo hago mi trabajo.
—Y lo ha hecho muy bien y me ha llenado de orgullo. A mí y a toda mi familia. Ese viaje suyo con el Santo Papa me llenó de ilusiones y de vida.
—Tan lindo, padrecito. Pero no hable más porque se cansa mucho.
—Bueno, hijito—.
Levantó la mano derecha con dificultad y dibujó una bendición en el aire.
Fue la última vez que lo vi con vida.
Al día siguiente se murió.
Mi papá nunca se cansó de gritarle a todo el mundo lo orgulloso que se sentía gracias a mi trabajo como periodista. “Es que no entiendo cómo yo, un hombre del campo que apenas aprendió a leer y a escribir, tuvo un hijo tan importante como usted. Es que me cuesta creer que un hijo mío haya ido a traer al Santo Papa”, me decía en ese entonces.
Y yo siempre le respondía: “Ningún importante. Solo soy un periodista juicioso que ama su profesión. Y no fui a traerlo. Solo estaba haciendo mi trabajo”. Pero él presumía de esa manera. Y lo hizo hasta sus últimos pálpitos de vida.
                                    ***
Mi gran amiga, paisana y colega Máryuri Trujillo estaba más ansiosa que yo.
Mi viaje a Roma había sido cuatro días antes del viaje apostólico de Francisco. Salí de Bogotá el sábado 2 de septiembre sobre las 2:00 p.m. y arribé al día siguiente en horas de la tarde —por el cambio horario, por supuesto— y esa noche salí a tomarme unas cervezas con César Moreno, el enviado especial de Caracol Radio. Una buena amiga en común, Grease Vanegas —paisana mía, además— nos había puesto en o semanas atrás.
Dos días después hubo una reunión en la oficina de prensa de la Santa Sede, que lleva por nombre la Sala Stampa. Allí nos advirtieron sobre las normas estrictas que debíamos cumplir con rigor militar si no queríamos que nos expulsaran del cubrimiento: no publicar una sola palabra de los discursos que pronunciaría el Papa, que nos darían unas horas antes para poder trabajarlos. Ya sabíamos que todos los periodistas íbamos a dormir en el hotel Tequendama, donde se alojaría la comitiva oficial aunque Francisco durmió en la Nunciatura Apostólica, en Teusaquillo. Si salíamos, debíamos reportarnos y volver a dormir allí. A las 5 de la mañana teníamos que bajar al lobby porque a esa hora llamaban lista, así las salidas fueran a las 7 a.m. El que no estuviera a esa hora de la madrugada, no podría hacer parte de la actividad del día. Y todos debíamos regresar de nuevo a Roma después de la visita a Cartagena.
José Alberto Mojica le pide al Papa por la salud de Simón, el hijo de una buena amiga que estaba enfermo.

José Alberto Mojica le pide al Papa por la salud de Simón, el hijo de una amiga que estaba enfermo. Foto:Archivo particular

Fueron días maratónicos en los que dormimos, en promedio, cuatro o máximo cinco horas. El 5 de septiembre hablamos todo el día por WhatsApp con Máryuri. Ella, como periodista y amiga, compartía mi emoción. Y mi ilusión, pues no solo llevaba varios años siguiéndole la pista a la Iglesia Católica y a otras confesiones como periodista de religión de EL TIEMPO: siempre he sido un hombre profundamente creyente, sin que eso haya intervenido en mi labor como reportero.
Y sabía del enorme reto que me esperaba. Esa noche no dormí un segundo porque sabía que a las 6:00 de la mañana teníamos que salir rumbo al aeropuerto Fiumicino porque a las 11:00 despegaba el avión. Medio me dormía y soñaba que el avión me había dejado. Máryuri tampoco durmió. Y aunque en Roma ya había amanecido y en Colombia era, en promedio, la media noche, me encontré con un mensaje de ella:
—Beto —así me dicen mis amigos más cercanos, en mi casa— solo le pido que cuando esté con el Papa piense en Simón—. Y me envió una foto del niño. Simón es el hijo que tiene con mi también amigo Sergio Moreno. El niño, de cinco años, padecía una enfermedad muy grave en los riñones. Era un niño feliz y amado con un diagnóstico que amenazaba su vida. Y mi amiga estaba muy triste y desconsolada.
Yo le había contado que el Papa, después de que el avión partiera, pasaría puesto por puesto saludando a todos y cada uno de los periodistas, fotógrafos y camarógrafos. Y así ocurrió 45 minutos después de salir de Fiumicino. Pasó por el lado derecho. Los vaticanistas —esos reporteros expertos en cubrir e interpretar las señales y mensajes de ese líder mundial que es el papa Francisco y que trabajan para medios de todo el mundo— ya lo saludan casi sin asombro. Pero para los colombianos era todo un acontecimiento, que tal vez no se repetirá jamás.
Le llevábamos regalitos. El mío, el libro que escribí sobre la misionera antioqueña Laura Montoya, la primera santa de Colombia y a quien canonizó el 12 de mayo del 2013 allá, en la Plaza de San Pedro del Vaticano. Fue la primera vez que lo vi de cerca. Y fue la primera santa que él canonizó, casi dos meses después de que fuera proclamado sucesor de Benedicto XVI tras su inesperada renuncia.
Era mi turno. Francisco venía a saludarme. Y en ese momento, en menos de 15 segundos, Simón se me vino a la mente. Abrí la foto y la dejé lista en el celular. El Papa me extiende la mano derecha. Nos saludamos. Le entrego el libro de la madre Laura. Él lo recibe con agrado, haciendo un gesto de asombro. Inmediatamente le muestro la foto del buen Simón, con los brazos cruzados y un sombrero negro, y le digo:
—Santo Padre, le quiero pedir por este niño, que es el hijo de una gran amiga, y está muy enfermo. Es un niño grandioso, pero su vida está en peligro—. Vio la foto, tomó mi teléfono —un iPhone 6 que luego le regalé a mi sobrina Valentina— la bendijo y se fue, mientras le pedía por la salud de mi familia y por la de Hernando Herrera, el esposo de otra gran amiga, María Antonieta Gutiérrez, quien también estaba bastante delicado por una enfermedad.
El Papa termina de saludar a todos en el avión —al que llamamos popularmente Pastor I— y ofreció una rueda de prensa —la primera que siempre da cuando arranca el vuelo; la segunda, de regreso— y pidió orar por Venezuela. Y reiteró la ilusión que lo embargaba por visitar a Colombia, en momentos tan cruciales, pues se estaban implementando los acuerdos de paz entre el Gobierno y la entonces guerrilla de las Farc.
Fue entonces cuando descubrimos que en el avión había WiFi. Y todos, sobre todo los colombianos —Néstor Pongutá, Jorge Alfredo Vargas, César Moreno, Andrés Gil, Luis Alejandro Medina y Daniel Tobón— parecíamos hormigas tratando de conectarnos. Teníamos una primera noticia —o primicia, mejor— que debíamos reportar a nuestras casas periodísticas. Sin perder un segundo, cada quién adquirió el servicio de Internet con tarjeta de crédito y casi al tiempo empezamos a transmitir.
Foto de algunos de los periodistas colombianos que cubrieron la visita papa, en Roma. Entre ellos, Néstor Pongutá, Jorge Alfredo Vargas, César Moreno, Andrés Gil, Luis Alejandro Medina y Daniel Tobón.

Foto de algunos de los periodistas colombianos que cubrieron la visita papa, en Roma.  Foto:Archivo particular

Teníamos una primera noticia —o primicia, mejor— que debíamos reportar a nuestras casas periodísticas. Sin perder un segundo, cada quién adquirió el servicio de Internet con tarjeta de crédito y casi al tiempo empezamos a transmitir. Yo envié un primer reporte. Paso a seguir, empecé a escribir una primera historia a la que llamé: ‘Noticias desde el cielo: doce horas volando con el papa Francisco’. La envié a la redacción con algunas fotos e inmediatamente le marqué a Máryuri —a Mayito, como le decimos quienes la queremos—, me contestó y le dije:
—¡No se imagina lo que acaba de pasar!, solté con la voz quebrantada.
—¿Qué pasó?, respondió aterrada.
—El papa Francisco bendijo a Simón.
—¿Cómo así?
—Sí, como lo oye. Cuando me venía a saludar se me apareció Simón y decidí pedirle por su salud. Cogió el teléfono, lo miró y le echó la bendición.
—Parce, ¿me está hablando en serio?
—Sí, parce, le estoy hablando en serio. Ahora le mando el video.
—Ay, parce, ¿usted por qué es tan bonito? ¿Por qué no le pidió por su papá, que está tan enfermo? ¿O por qué no le pidió por su familia, por usted?
—No sé, parce, solo se me ocurrió. Dios me puso a Simón en mi mente y en mi camino. Y estoy feliz de que así haya sido—.
Nos pusimos a llorar. Lloramos y lloramos. Y Mayito me hizo una confesión muy fuerte. Debido a la situación de salud de su hijo, había perdido la fe. Y muchas veces le preguntó a Dios por qué le pasaba eso a su niño tan chiquito y tan bonito. Al rato contaría esa historia en Facebook y confesaría que Dios y el ‘papa Pachito’ —como le dicen ella y Simón— le habían dado la más grande lección de su vida al recordarle que, aunque uno esté derrumbado en el hueco más profundo, jamás hay que perder la fe.
Meses después, la salud de Simón empezó a mejorar de manera inexplicable. Y aunque seguía en tratamientos, los médicos no entendían cómo su problema en los riñones estaba prácticamente desapareciendo. Para todos, fue un milagro.
“Ese señor es un santo”, me confesó Sergio, el hasta entonces incrédulo padre.
Un milagro del papa Pachito.
Pero esa es otra historia.
                                    ***
Nadie en mi familia me recriminó por no haber aprovechado esos 40 segundos con Francisco para pedirle por mi papá, que dos meses atrás había sido sometido a un procedimiento quirúrgico de altísimo riesgo: le abrieron el pecho, le escarbaron las entrañas y le reemplazaron dos válvulas de su corazón —la mitral y la aórtica—.
Casi se nos muere. Por eso no pudo ir a Bogotá a ver al Papa, porque todavía estaba muy convaleciente. Mi mamita Amanda, que también soñaba con ese momento —más, sabiendo que su hijo hacía parte de la comitiva oficial de prensa— tampoco pudo viajar. Tenía que cuidarlo. Pero no fueron pocos los que me hicieron la misma pregunta. Y yo solo respondía: Simón es un niño de cinco años, al que le hace falta toda la vida por vivir. Y fue lo que puso Dios en mi corazón.
Pisamos suelo bogotano a las 4:12 minutos de la tarde del miércoles 6 de septiembre del 2017. Pero dos minutos antes de que el avión aterrizara en el aeropuerto militar de Catam, caí en cuenta de que en el celular tenía la tarjeta SIM que había comprado en Roma. Y no tenía cómo sacarla para reemplazarla por la colombiana. Ni idea de dónde habría dejado el palito de acero para meter en ese hueco diminuto. Hasta que una periodista italiana, al ver mi angustia, se quitó un arete y por fin pude hacer el cambio de tarjeta apenas aterrizó el airbus de Alitalia. Enciendo el teléfono e inmediatamente me entra una llamada de la productora de City Tv.
En la mañana del domingo, una romería salió en Bogotá para despedirlo.

En la mañana del domingo, una romería salió en Bogotá para despedirlo. Foto:Diego Santacruz / EL TIEMPO

—José, vas en directo con Claudia Palacios y Darío Restrepo—. Y mientras cogía el morral de la bodega donde va el equipaje de mano y me acomodaba los audífonos, recibí el saludo de Claudia y Darío y empecé a dar detalles del vuelo. Mi papá, mi mamá, mis hermanos Maryori, Patricia y Ricardo —toda mi familia y los amigos, y hasta medio pueblo— estaban pegados del televisor, en el que aparecí bajando por las escaleras.
Vaya hermosa sorpresa me llevo cuando veo que entre los bailarines que recibían al Papa a ritmo de cumbia estaba mi gran amiga y colega Karen Sánchez, con quien nos conocimos en El Tiempo. Y rompiendo el protocolo, en un par de segundos, nos dimos un abrazo con los ojos encharcados de dicha.
Esa noche, y las tres noches siguientes, dormimos en el hotel Tequendama. Ni siquiera pude ir a mi casa. El primer acto oficial, al otro día, fue en la Casa de Nariño con el presidente Juan Manuel Santos y los invitados de honor. De ahí nos fuimos caminando hasta la Plaza de Bolívar, repleta de entusiastas jóvenes de todo el país.
“¡Sueñen, muévanse, arriesguen, miren la vida con una sonrisa nueva, vayan adelante, no tengan miedo!”, les dijo Francisco a más de 22.000 muchachos que lo vitorearon.
Fuimos al hotel. Nos esperaban un par de horas para retomar actividades. No paraba de escribir. Tenía que enviar notas a la redacción digital y preparar el análisis para el extra que el periódico sacaría a las 4:00 de la tarde. Compré una hamburguesa y me la fui embutiendo de a poquitos en el bus, mientras escribía, en medio de un incesante aguacero. Un diluvio caía en Bogotá.
Cuando arribamos al parque Simón Bolívar, los miles de fieles que habían llegado a la madrugada estaban empapados y muertos de frío, pero contentos. Nos resguardaron en una carpa dispuesta para los periodistas que íbamos en la comitiva oficial, y me senté en un rincón, en el suelo, a seguir escribiendo. Siempre llegábamos unos quince minutos antes que el Papa. Y cuando él iba entrando ocurrió un hecho que no deja de sorprenderme: La lluvia se detiene, el sol se abre esplendoroso y el cielo se pinta de azul. Del invierno al verano en cinco segundos. Díganme camandulero o supersticioso, pero creo firmemente en que ahí estuvieron las manos de Dios y del papa Pachito.
                                   ***
Me hice muy buen amigo de varios vaticanistas: de la argentina Elisabetta Piqué, biógrafa y amiga personal del Papa; de la mexicana Valentina Alazraki, quien ha hecho 156 viajes papales con Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco; del español Javier Martínez Brocal, quien generosamente me ayudaba a traducir las declaraciones del Papa del italiano al español. De muchos.
Y claro, aprendí un montón de ellos, pero también me consultaban y me citaban en sus notas de prensa, pues sabían que era un periodista que llevaba varios años cubriendo los asuntos relacionados con la Iglesia Católica y que estaba en mis terrenos.
—Háblanos de Medellín—, me decían como en una rueda de prensa improvisada. Y yo les decía que era la capital de Antioquia, una tierra profundamente católica y pujante, donde había nacido la primera y única santa colombiana: Santa Laura Montoya y la mayoría de beatos que tenemos; pero también les advertía que era una tierra que ha venido superando el dolor y la herencia de sangre que les dejó el narcotráfico, y que allí no solo había nacido una santa, también ese demonio que nos llenó de tanto horror: Pablo Escobar.
En la foto, los periodistas Daniel Tobón, Ángela Calderón, Luis Alejandro Medina y Jorge Alfredo Vargas.

Periodistas Daniel Tobón, Ángela Calderón, Luis Alejandro Medina y Jorge Alfredo Vargas. Foto:Archivo particular

En la última noche en Bogotá. Y luego de llegar de Medellín, decidimos hacer un sorteo entre los reporteros colombianos. Por ser la prensa local, nos habían destinado tres preguntas, que debíamos escribir a mano y presentar para su previa aprobación. Y éramos seis.
Así que Juan Manuel Ruiz, de RCN, cortó seis papelitos, los enumeró y los dejó sobre la mesa. Jorge Alfredo Vargas, de Caracol, sugiere que el sorteo se haga en orden alfabético según los apellidos. Sabía que sería el último. Después me contaría que no quería tanta visibilidad. Tal vez por los memes que circularon con una foto que le tomaron al lado del Papa y que se volvió viral en las redes sociales.
Hay un video que registra ese momento determinante: Gil —Andrés, de RCN Televisión—; Mojica —José Alberto—; Moreno —César, de Caracol Radio—, y así sucesivamente. Llega el momento de destapar los papelitos y fue entonces cuando César reveló que tenía el número 1; que yo, tenía el 2. ¡No lo podía creer! Y la 3 la sacó Danielito Tobón.
Era la única oportunidad que tendríamos en la vida para poder hacerle, al menos una pregunta al Papa, teniendo en cuenta que no quiso dar ninguna entrevista. Pero decidimos construir las preguntas entre todos.
La primera, a cargo de César, sería sobre cómo dar ese segundo paso si el país seguía tan dividido por causa de los acuerdos de paz con las Farc; la segunda, bajo mi responsabilidad, sería sobre la maldita plaga de la corrupción, que aunque siempre había existido, recientemente se había tomado la agenda de los medios teniendo en cuenta que había cesado el conflicto armado. Y la tercera, que le correspondía a Daniel Tobón, de Cristovisión, era sobre los avances en la legislación colombiana a favor del aborto o de las parejas del mismo sexo.
Al día siguiente, en la siempre ardorosa Cartagena, ocurrió el incidente en el que un fiel se le atravesó al papamóvil y el Papa se dio un golpe en la cara, que le dejó un ojo morado y le manchó de sangre la sotana color marfil. Pero él siguió en su camino, muy orondo, pese a que le recomendaron que recibiera atención médica.
La misa en Cartagena fue, como tenía que ser: una animada fiesta a ritmo de cumbia y champeta con letras que alababan a Cristo.
El avión partió de Cartagena a las 7 de la noche y, 45 minutos después, comenzó la rueda de prensa. Pidió oraciones por las víctimas del terremoto en México que recién había ocurrido y por quienes soportaban los embates del huracán Irma en distintos países del Caribe.
Luego, habló, restándole importancia, sobre el golpe que se dio con el cristal del papamóvl en Cartagena, que le dejó un hematoma en forma de media luna cerca del ojo izquierdo. “Me pusieron un ojo de compota”, dijo. Y soltamos una carcajada.
César Moreno hizo su pregunta y Francisco contestó, reiterando su invitación a desarmar los corazones y a reconciliarnos.
Llegó mi turno. Me miró fijamente a los ojos y yo estaba muerto del susto. Empezó a responder en español y luego mezclaba su respuesta en italiano. Si nosotros estábamos agotados con semejante viaje tan maratónico, cómo sería él, que ya carga más de ocho décadas a cuestas y varios achaques.
César Moreno, de Caracol Radio, le hizo la primera pregunta al papa Francisco en la única rueda de prensa que dio de regreso a Roma.

César Moreno, de Caracol Radio, le hizo la primera pregunta al papa Francisco de regreso a Roma. Foto:José Alberto Mojica/EL TIEMPO

“Hacés una pregunta que yo me planteé muchas veces. Me lo planteé cuando en Argentina hubo un acto de abuso, maltrato y violación de unos chiquillos. Todos somos pecadores. Y el Señor ha venido y no se cansa de perdonar, si el pecador llega y pide perdón. El problema es que el corrupto no pide perdón. Vive en un estado de insensibilidad ante los valores. No es capaz de pedir perdón. Es muy difícil ayudar a un corrupto, pero Dios puede hacerlo, y yo rezo por él”. La pregunta del bueno del Danielito Tobón no la tuvieron en cuenta. No pasó el filtro.
Los periodistas escribimos y preparamos nuestros reportes, pero no logramos transmitirlos porque en el avión de Avianca que nos llevaba a Roma no había Internet. Y quedamos fundidos de lo cansados que estábamos. Mientras iba al baño, en algún momento en el que me levanté de ese profundo sueño, contemplé una escena memorable: todos los colegas parecían mamarrachos, muñecos de trapo desparramados en sus asientos, en el más recóndito y merecido sueño.
Ya en Roma envié la crónica del viaje de regreso, que tenía una pregunta y una respuesta exclusivas que Francisco le había respondido al enviado especial de EL TIEMPO. Y escribí una historia más, de balance, y por fin quedé libre.
Esa noche, los reporteros colombianos tuvimos una última cena. Y más tarde nos fuimos con César Moreno y Jorge Alfredo Vargas a tomar gin tonics en una terraza del centro de Roma. Y a hablar sobre lo privilegiados que éramos al vivir, como periodistas, semejante experiencia. Y a echar chisme, por supuesto. Sin duda, ha sido el cubrimiento más importante de mi vida. Y creería que también es el de ellos. Nunca hemos hablado de eso.
Decidí tomarme cuatro días que tenía pendientes de vacaciones, me quedé en Roma y luego me fui para París y pasé unos días muy bonitos y relajados con mis amigas Carolina Moscoso y Melissa Serrato. Y también me encontré con una buena amiga del colegio que vivía en Londres —Marisol Hernández, a quien no veía hace unos 18 años— y que fue a verme.
Nos quedamos en un coqueto apartamento del centro parisino —de pisos de madera que crujen tras los pisadas, con jarrones y retratos— y ella, que sí es muy camandulera, no paraba de preguntarme:
—¿Y qué sintió cuando estaba en el avión con el papa Francisco?, soltó Marisol Hernández. 
—Cuando lo tuve al frente, cuando pude hacerle una pregunta, sentí que estaba al lado de un Jefe de Estado. Pero cuando estaba en la calle, entre la gente, vi a un santo—.
José Alberto Mojica Patiño

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