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'Hay que escuchar a los comandantes, reconocerlos y rebatirles'

El libro Memorias militares, de Martín Nova, recoge las voces de comandantes del Ejército.

Foto: Hector Fabio Zamora. EL TIEMPO

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He aquí un prólogo con vocación de epílogo, pues no es sólo una presentación, sino una reflexión, un pulso: Memorias militares, este irable volumen de entrevistas que Martín Nova les hizo a los comandantes del Ejército de Colombia de las últimas décadas, consigue revivir la increíble historia del conflicto armado interno del país sin despojarla de su contexto, escuchar las voces militares que suelen llegar a nuestros oídos reducidos a frases sueltas más bien desafortunadas y retratar a los generales de nuestra larga guerra como personajes tridimensionales que están al día en las complejidades del mundo.
Si la idea es encontrar el camino de salida del laberinto de la violencia, si la meta es hacerle terapia a una cultura traumatizada que ha visto seis masacres, ¡seis!, en los días que me ha tomado escribir estas palabras, no me cabe duda de que vale la pena tener este libro a la mano.
Di un par de vueltas a la pregunta de qué gracia podría tener que yo, que soy y he sido como soy, diera paso a este compendio de conversaciones de confesionario sin contrapreguntas ni incomodidades, pero más temprano que tarde me pareció que tenía lógica, pues no se defiende la paz para guillotinar a nadie, no se defiende la vía del diálogo, como he venido haciéndolo en hombros de tantos líderes sociales que han visto el horror con sus propios ojos, para callar a los que tenían el monopolio del grito y perseguir un Estado que simplemente cambie de dueños. Quiero decir que se trata de convivir. Quiero insistir e insistir en que vale la pena escuchar los relatos de los comandantes, sí, y reconocerles sus miradas, y pelearles, y rebatirles, y ponerles pies de páginas y asteriscos a las versiones de los hechos que van soltando con la sabiduría arrepentida y terca que se da en ciertas vejeces.
Cuando yo era niño, e iban a nuestra casa amigos que hablaban de haber sido torturados durante los días del Estatuto de Seguridad, no era nada fácil para nosotros confiar en militares. Se sentía que esa gente escalofriante, de tiempos de dictaduras, estaba por encima de la ley. Se escuchaba la palabra “chafarote” en medio de relatos escabrosos sobre fusilamientos de estudiantes y persecuciones en la mitad de la noche a los líderes de la izquierda. Vivíamos justo enfrente de la Escuela de Caballería que parecía embrujada luego de tantos rumores sobre los excesos que se habían cometido allí mismo. Y cuando un tío, magistrado auxiliar, fue asesinado a la salida de la toma del Palacio de Justicia, fue claro que lo mejor era vivir a kilómetros de los uniformados.
Sin embargo, luego de eso, de 1986 en adelante, fuimos encontrándonos con soldados, con capitanes, con coroneles, con generales que no llenaban los requisitos del estereotipo: el mundo sería mejor –qué duda cabe– si fuera posible ir uno por uno. Y entonces fue claro para nosotros que, aun cuando se den el espíritu de cuerpo y el pensamiento de tropa, no son reglas generales entre los militares la desconfianza hacia los civiles o el desprecio del crítico. Sí hay, en el Ejército, voces matizadas que vale la pena atender: esa fue nuestra conclusión en medio, claro, de la defensa de todos los diálogos de paz, de la ilusión de un país que dejara el vicio del militarismo y el estado de sitio. Sí hay humor entre los tenientes, y no es siempre el humor macabro de los hombres estropeados por la violencia.
Quiero insistir en que vale la pena escuchar los relatos de los comandantes, sí, y reconocerles sus miradas, y pelearles, y rebatirles
El libro empieza con una declaración de principios: Martín Nova, que acompañó el extenuante proceso que terminó en los acuerdos de paz con las Farc, está convencido de que la tarea de “la memoria, la justicia, la reparación y la no repetición” no logrará ser completada si la memoria no es una suma de testimonios, sino la victoria de una versión sobre la otra: “Todos somos víctimas, no hay duda”, dice Nova luego de viajar al Museo del Nunca Más de Granada, Antioquia. “No hay un colombiano que no haya sido tocado por la violencia, de una u otra forma”. Y es claro que, removido por lo que ha estado sucediéndonos desde el plebiscito de octubre de 2016, está proponiéndonos escuchar y escuchar antes de volver a gritar.
Decía que este prólogo tiene vocación de epílogo porque, aun cuando valoro que Nova no se deje convencer de que Colombia es un fracaso humano, y entiendo esa mirada benigna que quiere recordarnos que no estamos condenados al rito de la catástrofe, sospecho que aquí la “banalidad del mal” no ha sido una cultura. ¿Se puede dejar atrás? Sí, porque no es un sino, no, es una cultura. ¿Y cómo puede escaparse de esta manía de matar al que se atraviese por los corredores de las drogas o de superar esta facilidad para justificar el horror? Sirve enterarse de la saga que hemos cargado como una cruz. Sirve leer este libro. Sirve leerlo como cada cual pueda: con rabia o con indignación o con orgullo o con esperanza. Si el propósito sigue siendo encontrarse en una tierra de nadie lejos de las trincheras de siempre, sirve enfrentar los hechos y enfrentar los hechos desde la mirada de todos.
Hay que escuchar todo este libro. Pero quizás sea la voz del general Mora, que participó, con los dientes apretados, en los eternos diálogos en La Habana, la que dé la clave para comprender el infierno que hemos estado viviendo. En su desahogo ante Nova recuerda un discurso en el que el presidente Lleras Camargo, el del Frente Nacional ni más ni menos, señaló “que los militares deberían dejar a los civiles hacer la política y los políticos deberían dejar a los militares hacer la guerra”. Y, aunque reconoce las buenas intenciones de aquellas palabras pronunciadas en el Teatro Patria, ve allí el punto de partida de un error que nos sigue acorralando a todos: “Los políticos dijeron: ‘dejemos que los militares manejen el conflicto, y nosotros les damos el presupuesto’”, explica. “Y yo creo que eso tuvo una influencia no muy sana en la historia de Colombia y en la forma como se enfrentó el conflicto”.
Vale la pena escucharlo porque señala una mancha a la que nos hemos habituado: “Yo creo que los políticos no asumieron la responsabilidad que debieron haber asumido para enfrentar el conflicto…”, “los militares creyeron que el problema era suyo y que los políticos no deberían meterse…”, “y a eso podemos atribuirle por qué el conflicto colombiano duró tantos años y no fuimos capaces de solucionarlo…”. Se delegó a las fuerzas militares colombianas el “orden público” como se les entrega a los plomeros todo lo que sucede en el subsuelo. Se les dijo “coronel: salve usted la patria”, lavándose las manos con el agua que venía por las tuberías resguardadas, mientras se hacía de cuenta que se estaba viviendo en un país sin guerra: en un pequeño imperio al que llegaban noticias de las colonias masacradas e incendiadas. Y aquí estamos. Y aquí estamos cometiendo el mismo error, dicho sea de paso, el mismo vicio de encargarles el país a los ejércitos.
Sirve enterarse de la saga que hemos cargado como una cruz. Sirve leer este libro. Sirve leerlo como cada cual pueda. Sirve enfrentar los hechos y enfrentar los hechos desde la mirada de todos
El Gobierno propone y el Estado dispone. Si la meta sigue siendo poner en escena una democracia, y convivir, y reconocerle a cada ciudadano su humanidad, entonces todo Gobierno tiene que portarse tarde o temprano como un Estado: como una celebración –una defensa diaria– de las tres ramas del poder. Todo Gobierno tiene que estar preparado para reconocer que esto sí es un problema político, sí es un trastorno social, sí es un conflicto armado interno, sí es un territorio incomprendido e irrespetado que no se ha podido ni se ha querido ocupar. Suena, por supuesto, a conclusión de alguien que creció enterándose de torturas, y de estigmatizaciones, y de enguandoques arbitrarios de pura dictadura, pero usted mismo puede leerlo –y no sólo en palabras del general Mora– en estas Memorias militares.
Sinceramente, empujado, quizás, por tantos años de gobiernos inclinados a la derecha, yo no creo que sea cierto aquello de que la memoria colombiana ha sido construida desde la izquierda. Sí, nuestras ficciones han tenido mucho de reivindicación social, de anhelo de justicia, de grito ahogado; nuestros libros de historia de las últimas tres o cuatro décadas han estado poniendo en contexto, de modo crítico, la historia conservadora que se enseñó a Colombia durante tanto tiempo; nuestra prensa ha hecho lo mejor que ha podido para hacer evidentes los desmanes que ha permitido esta guerra que sucede en este mapa nuestro, pero que, entre la terquedad y la mala fe, siguen reduciéndose a lío de orden público: “He dado órdenes al comandante para que vaya a la región…”.
Sin embargo, el hecho de que se haya estado narrando el desmadre colombiano como un conflicto armado interno, exacerbado por las desigualdades, los fanatismos calcados del catolicismo desbocado y los militarismos, no nos ha conducido a la convivencia, ni mucho menos a la victoria, en las urnas, de una propuesta verdaderamente liberal. Creo que el pueblo colombiano de estos años, traumatizado y atrincherado desde hace tantas guerras, convencido de que aquí no se da la justicia sino el coraje, ha tenido fervorosa fe en sus soldados, en sus curas, en sus caudillos guerreristas a pesar de las evidencias, y que una labor pendiente de esta nación es la de popularizar –arrebatarle a la inmensa minoría– su arte, su literatura, su cine, su teatro, su televisión, su periodismo, su memoria histórica sobre la violencia desde La vorágine hasta La siempreviva.
Creo, en suma, que no hemos popularizado nuestra terapia, que no hemos conseguido que salga de un pequeño círculo de millones la idea de “memoria, justicia, reparación, terapia y no repetición”, pero que finalmente lo haremos porque esa es la solución de fondo. Creo que este libro de Martin Nova, que es una caja llena de voces con las que se discute, con las que se recuerda, con las que se piensa dos veces lo que se daba por hecho y se revive la indignación que pega gritos de auxilio, va a servirnos a todos para hacer por fin lo que hemos dicho que hacemos: “Salir adelante”. Escuchar es quedarse quieto. Escuchar es sujetarse. Y no es un mal primer paso para dejar de matarse.
RICARDO SILVA ROMERO
ESPECIAL PARA EL TIEMPO

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