Cuando fue inmortal: un homenaje a Javier Marías

El escritor español murió en Madrid. Un texto de Juan Esteban Constaín sobre su vida y su obra.

Marías recibió importantes premios por su obra, como el Herralde, en 1986, y el Rómulo Gallegos,en 1995. Foto: EFE

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Este domingo murió Javier Marías, sin duda el mejor escritor de la lengua española en las tres últimas décadas, quien solía decir que solo la muerte ordena y define una vida, le da sentido para siempre o casi siempre, la resuelve como la huidiza narración que es. Solo la muerte y su tajo implacable, decía Marías, convierte en destino al azar, el tiempo cumplido que cada quien carga consigo hasta el final. “Se debe morir para la vida”, escribió alguna vez en 1989.
Lo otro que siempre decía, y que es una de las ideas más bellas (una de las obsesiones) que nutren su obra, es que nuestra vida es lo que hacemos y somos pero también lo que dejamos de hacer y nunca fuimos: esa especie de destino paralelo que nos acompaña hasta el último de nuestros días, como una sombra, y que resume todo aquello que desechamos, el camino que habríamos podido escoger y no lo hicimos. También eso somos, el sendero que se bifurca.
Hay una hermosa columna suya, de junio de 2009, que resume muy bien esto que estoy diciendo. Se llama ‘Lo que uno lleva consigo’ y es el relato de su regreso a Venecia, una ciudad en la que vivió y se enamoró en los años 80. Pero de nuevo allí, parado frente al apartamento que ocupó en ese lugar del mundo que encarna como ningún otro a la vez el paso del tiempo y la eternidad, Marías se pregunta cómo habría sido su vida si la hubiera vivido de otra manera.
Muchos le enrostraban eso a Marías, su condición privilegiada y de señorito madrileño
Ahora que lo pienso, y lo releo después de escribir el párrafo anterior, ese texto de Marías, esa columna, es más bien sobre lo contrario: sobre el paso del tiempo, sí, pero ante todo sobre lo que siempre cargamos con nosotros y nos define y configura, ese pasado que nos habita y que en el fondo es una historia y una ficción: el cuento de nuestra propia vida que vamos viviendo día a día y que nos vamos contando sin parar. Eso es vivir, eso es la vida.
Por eso le impresionó tanto a Javier Marías haber cumplido, en el 2016, 65 años, la edad a la que murió su madre, la escritora Dolores Franco. Le parecía inconcebible que algún día él llegara a ser mayor que ella; que pronto fuera a tener 70 años (ayer le faltaban diez días para cumplir 71) y que pensara en ‘Lolita’ y la viera como la joven que un día fue antes de casarse y tener a sus hijos, uno de los cuales, él, ya había estado en este mundo más tiempo que ella.
Su padre fue el gran filósofo español Julián Marías, quizás el mejor discípulo de Ortega y Gasset. También a él le profesaba una discreta y contenida, hasta que estallaba, adoración filial; también sobre él escribió una serie de textos magistrales, el más enternecedor de los cuales es uno en el que cuenta cómo la biblioteca paterna fue invadiendo su casa infantil mientras él jugaba a los vaqueros entre los tomos en latín de Santo Tomás.
Muchos le enrostraban eso a Marías, su condición privilegiada y de señorito madrileño. Los idiomas que aprendió y hablaba con encanto y suficiencia, la gente que conoció. Él jamás se avergonzó de ello ni quiso negarlo, odiaba la hipocresía y el fariseísmo, la falsa modestia, pero también recordaba que sus padres tuvieron que huir de España cuando la Guerra Civil y que sus mejores amigos los traicionaron y les dieron la espalda para congraciarse con Franco.
Negra espalda del tiempo: las sombras que lo tiñen y las amarguras y alegrías que van jalonando y abriendo nuestro camino, el misterio de lo no venido y que está por venir y que solo existe de verdad, se cumple, con la muerte. También sobre esa tenue frontera entre la vida y el arte, la literatura y la realidad, es la obra de Javier Marías, un absoluto prodigio que es a un tiempo ficción y reflexión, un cuento perfecto y una forma muy elevada de entender el mundo.
No en vano Shakespeare era su autor favorito, la fuente inagotable de sus temas, sus títulos y sus conjeturas. Para eso son los maestros, decía, para afinar en ellos nuestro oído, para encontrar en sus obras las posibilidades de las nuestras, como si hubiera allí, en esas palabras ajenas que no alcanzamos a descifrar del todo sino cuando las hacemos propias, una revelación: un detonante que nos hace intuir por fin el revés de la trama.
Una de sus últimas columnas tenía un tono nostálgico, como si se estuviera despidiendo, algo que a sus lectores nunca se nos pasó por la cabeza: Javier Marías nos parecía inmortal, como
sus libros
Sobre sus maestros escribió Javier Marías un libro hermoso que se llama Vidas escritas: una serie de pequeñas biografías de escritores en cuya vida está la clave, oculta en las miserias de lo cotidiano y de lo absurdo, de su obra descomunal. Allí aparecen Isak Dinesen y Thomas Mann, Giuseppe Tomasi di Lampedusa y Djuna Barnes, Madame du Deffand y Laurence Sterne, al cual Marías hizo aún mejor, si cabía, con su traducción al español de Tristram Shandy.
Pero es en sus novelas donde su genio alcanza la cima y un vuelo sobrecogedor; es allí donde su pensamiento, porque es lo que es, esa es la gracia de su obra, se va desenvolviendo en una serie de tramas y de voces que nos maravillan y nos cortan la respiración, nos hacen ver el mundo a través de una textura –ese texto, ni más ni menos– que nos inunda con su inteligencia, su extraña poesía, su cadencia, su prosodia sin igual.
Esos rasgos están presentes en todas sus novelas, incluso en las primeras que publicó siendo casi un adolescente, Los dominios del lobo y Travesía del horizonte. Luego vendrían las que lo consagraron como uno de los más grandes de nuestro tiempo: El siglo, El hombre sentimental, Todas las almas, Corazón tan blanco, Mañana en la batalla piensa en mí, Tu rostro mañana, Los enamoramientos, Así empieza lo malo, Berta Isla y Tomás Nevinson.
Fue amigo y confidente de Juan Benet, su maestro, pero también de Luis Cernuda y Rosa Chacel, con los cuales hablaba por igual de viva voz o en largas cartas no exentas de impertinencia y ese seco humor castellano que cada tanto hacía sacudir en sus feroces columnas contra todas las tonterías de esta época, que son demasiadas, columnas que le valieron la fama de huraño y mala gente, cuando era todo lo contrario.
En realidad era un hombre celosísimo de su intimidad y de su mundo, con un sentido del decoro heredado de sus padres y de esos mayores a los que trató y que eran sus dioses tutelares. Vivía rodeado de libros y de recuerdos, esa era su frontera natural e infranqueable; pero también era de una gentileza conmovedora. Como decía Nicolás Gómez Dávila: “Vivir con lucidez una vida sencilla, callada, discreta, entre libros inteligentes, amando a unos pocos seres…”.
De joven, y con el pelo muy largo, cantó canciones de Bob Dylan en el metro de París, no quiero ni imaginarme cómo era aquello. Fumador y aerofóbico empedernido, aunque de lo segundo se curó, odiaba el celular y escribía todavía a máquina de escribir, una Olympia Carrera de Luxe. Coleccionaba soldaditos de plomo y tenía otra debilidad desde niño, el Real Madrid. No hay mejor definición del fútbol que la suya: “La recuperación semanal de la infancia”.
'Seré amado cuando falte', advirtió alguna vez con su ironía proverbial
En 1997, tras la abdicación del rey Juan II, heredó la corona del Reino de Redonda, una especie de dominio legendario con asiento en una isla desierta en el mar de Antigua y Barbuda, la isla de Redonda. Parece un chiste pero no lo es, de eso se trata, y él mismo contó la historia en Negra espalda del tiempo, su libro que más me gusta junto con Vidas escritas. Entre su obra de gobierno se incluye una preciosa editorial que se llama así, Reino de Redonda.
Una de sus últimas columnas en El País de Madrid tenía un tono nostálgico y elegiaco, casi triste, como si se estuviera despidiendo, algo que a sus lectores nunca se nos pasó por la cabeza: Javier Marías, siempre con su cigarrillo en la boca, un prendedor de Shakespeare en la solapa, nos parecía inmortal, como sus libros. Aunque hay un cuento suyo que se llama al revés, Cuando fui mortal, y es la historia de un fantasma que todo lo ve.
Ese fantasma ya no solo recuerda y ve cada instante de su vida sino que se entera de todo aquello que jamás supo, lo que ocurría a sus espaldas. Qué bueno que fuera así para que Javier Marías ahora pudiera estar presente en el momento mismo en que sus lectores lo leímos por primera vez, o lo volvimos a leer, o lo leeremos algún día para renovar la dicha y la fascinación de sus libros y su arte.
“Seré amado cuando falte”, advirtió alguna vez con su ironía proverbial. Así era Javier Marías Franco, quizás el más grande prosista que haya tenido nuestra lengua jamás. El rey ha muerto y estos tres días de luto nos van a durar por siempre. Pero como él mismo escribió al final de Negra espalda del tiempo: “Y aun así los pasajeros ahí siguen, y aun así la luz no se ha apagado…”. Ni se va a apagar, querido maestro. Ya nunca más.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN

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